sábado, 3 de mayo de 2025

Lo propio

 LO PROPIO


Las palabras dan bastante de sí, porque la misma palabra que sirve para denominar una idea suele tener otros significados subalternos nada desdeñables. Con una misma palabra se puede expresar gran cantidad de matices muy pertinentes de la realidad y del pensamiento. Tanto es así, que aquellos que reducen el mundo a su exclusiva concepción, los poco dados a admitir otras opiniones, se manejan en un lenguaje donde las palabras tan solo expresan lo que ellos piensan. Bien pudiera ser que la raíz de su cerrazón comience en un problema lingüístico y terminológico. Gracias a Dios, a la complejidad del mundo le corresponde la riqueza disponible del lenguaje. Aunque este blog trata más de compartir una reflexión a partir de la interpelación que nos hace el Evangelio dominical, que de conjeturas semánticas, en esta ocasión sí quisiéramos apuntar la rica significación del término testigo.

La palabra testigo designaría a aquel que presencia algún suceso. Es esta una primera y necesaria significación. Si dicho ser humano no ha presenciado un hecho, no va a saber dar cuenta de aquello que ni ha visto ni oído ni experimentado por sí mismo. Es cierto que puede haber y hay falsos testigos. Son aquellos que dicen haber estado delante sin haber estado, los que testifican lo que les conviene a sus intereses, faltando por completo a la verdad con total desfachatez. El buen juez, con experiencia y criterio, sabe detectar a los segundos y fiarse solo de los primeros. En la medida que a nosotros nos concierne, que no hemos de ejercer tan compleja tarea legal, también deberíamos discriminar a los que solo sale de su boca lo que es cierto, de aquellos otros que pretenden dar testimonio, pero no son m´s que embaucadores y manipuladores. ¿Tan difícil resulta? ¿Por qué solemos caer en la trampa de los cínicos como cándidos o incautos?

Cuando vamos al evangelio y nos exponemos a su lectura, lo hacemos ante el testimonio de aquellos que nos cuentan lo que ellos por sí mismos presenciaron y experimentaron. Los evangelios están escritos por testigos preferentes del Hijo de Dios encarnado. A su vez, Jesucristo, el protagonista de toda la Escritura, especialmente del Nuevo Testamento, también refiere que Él cuenta lo que ha visto y oído en el seno de la Trinidad, y por tanto, también es testigo del Padre. Y los que a su vez nos reconocemos creyentes, somos testigos de los testigos que nos hemos ido pasando de unos a otros el testigo, es decir, el objeto de traspaso que confiere continuidad en el mismo testimonio.

Por tanto, si nos hemos sabido explicarnos hasta aquí, en primer lugar habría una presencia ante un acontecimiento por el que uno es testigo presencial; esto es lo que le convierte en testigo autorizado y veraz de aquello que presenció o experimentó, y ese testimonio, aunque no sea el objeto que se pasan los corredores en las carreras por equipos cuando se pasan el turno, es el testigo que los cristianos seguimos pasándonos en una sucesión progresiva que podríamos denominar transmisión y misión evangelizadora.

En estos días de Pascua, los apóstoles y discípulos, empezando por las mujeres, los amigos de Jesús, son testigos de su resurrección. Por más que les acarrean represalias taxativas, no cejan en su empeño entusiasta de proclamar que Jesucristo vive. Son testigos de primera mano que testifican ante el mundo que se ha iniciado un tiempo nuevo y salvífico para la humanidad. Este proceso que irrumpe tras la muerte y resurrección del Señor es imparable: es el tiempo del Espíritu y su acción en la Iglesia y en la historia. Aunque se opongan el Imperio Romano con sus legiones, y el Sanedrín en pleno con sus reparos y confabulaciones, el testimonio que con su vida deben dar los cristianos manifiesta que el amor de Dios es la buena noticia que se expande y arraiga. Todos somos ahora testigos del Jesús que está en la orilla esperando que volvamos de nuestras faenas con el fuego encendido, el pescado asado y todo dispuesto para el banquete.

Cuando regresemos adonde Él está no nos preguntará si le hemos amado, sino si le amamos, en un presente eterno y absoluto, que integra pasado y futuro. Ahí ya se han encontrado plenamente el Papa Francisco y Jesús, su amado Jesús. Allí posiblemente le habrá preguntado tan solo eso mismo que le preguntó de manera reiterativa a Pedro aquella mañana: Francisco, ¿me amas?

Francisco ha sido un testigo valiente. Ha amado a Cristo y a su Iglesia, y por ello, no se ha amilanado ante las dificultades, sino que con audacia nos ha propuesto a las claras el amor que resucita, ese que sale del costado de Cristo, ese que no defrauda y que es para todos, todos, todos; especialmente los que la sociedad tiene a gala excluir inmisericordemente. Francisco ha puesto a la Iglesia a caminar en sinodalidad; y resulta que, con estos pequeños retoques y su puesta a punto, la maquinaria de la locomotora de la Iglesia funciona perfectamente, a pesar de los años, pues bastaba con engrasarla (y de eso ya se ocupa el Espíritu) y de aligerar algo la carga acumulada.

Lo propio es que el nuevo y futuro Papa que salga del cónclave, seguirá trabajando como testigo de testigos, y la Iglesia tendrá cabida para todos y se ensanchará hasta donde haga falta. Hoy por hoy esta Iglesia que anuncia y vive con radicalidad el mensaje esperanzador del Evangelio es el futuro y el remedio para una sociedad que se está deshumanizando y que no parece encontrar el rumbo. La defensa de la dignidad del hombre va pareja al mensaje de Cristo. Papa, te esperamos con ilusión, la misión nos reclama. Ni el mundo ni la Iglesia se pueden parar.

Y nosotros en esta labor ¿somos auténticos testigos? ¿Hemos sido previamente testigos del Resucitado para poder dar también testimonio? ¿Qué nos mueve a serlo? ¿Nos han pasado el testigo otros testigos como el Papa Francisco? ¿No es lo propio contar y vivir aquello que conocemos y somos porque lo hemos experimentado? ¿Cómo hemos de dar ese testimonio? Que el Espíritu sea el que promueva ese Reino de los Cielos aquí ya en la tierra.