sábado, 7 de junio de 2025
Es el momento
sábado, 31 de mayo de 2025
¡Participa!
¡PARTICIPA!
Cuando uno solo se ha de organizar a sí mismo, lo que se consiga o no dependerá tan solo del empeño puesto y el desempeño de que sea capaz. Afortunadamente, somos seres sociales que hemos de interactuar y cooperar los unos con los otros. Lo fácil es recurrir al consabido "yo me lo guiso, yo me lo como", pero es una fórmula excesivamente individualista, limitada y limitante, que quizás debido a algún aprendizaje defectuoso, no ha sabido desplegar el ser para los demás y con los demás que resulta imprescindible para ser verdaderamente persona e integrase de la manera más adecuada posible en la comunidad a la que pertenece.
El ser humano desde su nacimiento aprende a insertarse positivamente con las personas que le es dado relacionarse. Se descubre a sí mismo estableciendo esas relaciones con los otros. Nos necesitamos, pero a medida que crecemos, vamos creyendo que podemos llegar a considerarnos totalmente autónomos, sin necesitar nada de los demás. Craso error, pues bien sea para echar una mano a otros más necesitados, o si toca, ser el ayudado, de poco le vane a uno lamerse las propias heridas. Aunque esté muy extendido, eso de ir por la vida como lobo solitario es un auténtico desatino, del que tarde o temprano habrá que ir escapando. Hemos de compartir penas y alegrías, porque con los otros somos lo que vamos siendo.
Por eso, es necesario concienciarse de que todos hemos de sentirnos responsables y asumir un papel activo en la mejora de las condiciones de todos. Las cosas no se hacen solas, requieren la participación y colaboración de todos y cada uno de nosotros. Hay que asumir con el debido entusiasmo aquellas tareas que sean menester para que el mundo funcione de la mejor manera, o al menos nuestro pequeño mundo, el que queda a nuestro alcance: nuestro hogar, nuestro vecindario, nuestro lugar de trabajo o nuestra comunidad de creyentes. Apoyémonos, trabajemos juntos, no solo porque los logros son mayores, sino porque además satisfacen mas cuando son compartidos.
Otro gallo cantaría si nos sintiéramos llamados a participar y aportar en el bien de todos, en lugar de mirar tan solo por el propio. Otro mundo es posible, y lo será si nos vamos comprometido en que lo sea. Nada de desentenderse, nada de escurrir el bulto como si no fuera conmigo. A todos nos incumbe, todos hemos de estar dispuestos a aportar nuestro granito de arena.
En la Iglesia, cuerpo de Cristo, todos los miembros pertenecemos a una comunidad, a una red tupida de comunidades. No somos los unos sin los otros, pues todos nos encontramos por el mismo bautismo insertos en este cuerpo encarnado y espiritual de Cristo. Él vive en nosotros y nosotros en Él. Somos de Cristo, el que da la vida por sus amigos. Participamos ya de su muerte y resurrección. No podemos desentendernos los unos de los otros, hermanos y asimismo hijos en el Hijo. ¿Se puede esperar mayor implicación que constituir este único cuerpo eclesial?
Celebramos este domingo la Asunción del Señor a los cielos, y podemos vivirlo desde fuera o conminados con Él a participar en esa ascensión. Todavía permanecemos en la tierra, asumimos la misión que nos encomienda, y a la vez Él, sentado ya a la derecha del Padre, sigue unido a nosotros. Es nuestra cabeza y nosotros sus miembros. La resurrección avanza, nos afecta aún más, ya que asciende y se va el Resucitado, pero para consumar definitivamente su donación. Vienen los tiempos del Espíritu, que nos capacitan para ser su Iglesia de manera pascual y nos lanza a dar testimonio de esa nueva vida de Jesucristo y nuestra. Participamos de su cuerpo y somos uno en su cuerpo. Es el Espíritu prometido que vendrá en nuestra ayuda a avivar su palabra, su ejemplo y su aliento en todos nosotros.
La Iglesia y la misión que el Amigo nos encomienda es tarea de todos, requiere la ilusión y el compromiso de todos. Participemos gustosos es la construcción de este nuevo mundo que por el Espíritu nos hace renacer al mutuo amor, la bondad, la justicia y el bien. No es cosa exclusivamente nuestra, no depende de lo que cada uno haga, sino de la aportación de todos y la ayuda de su gracia. El, que asciende a los cielos, se queda entre nosotros entrelazando nuestras libertades para ser ahora su cuerpo que ha de seguir sirviendo a los hombres e impulsando una nueva humanidad más conforme al Padre. No se trata de participar en un sorteo, no es un juego de azar más, sino de asumir nuestra participación en el proyecto fraterno de Dios. No es cuestión de suerte, es cuestión de identidad y de práctica de amor corresponsable. ¡Pongámonos en marcha, que soplan tiempos favorables!
sábado, 24 de mayo de 2025
Vencer a la tiniebla
VENCER A LA TINIEBLA
sábado, 17 de mayo de 2025
Con los pies en el cielo
CON LOS PIES EN EL CIELO
Posiblemente los antiguos, al carecer de otros entretenimientos al alcance, miraban y se recreaban mucho más que nosotros, los postmodernos cibernéticos, en la serena contemplación del cielo, pues nosotros a lo único que prestamos atención es ya a los dispositivos móviles, apéndice no fisiológico de nuestra persona. Algunos afirman, muy reflexivos, que tras el apagón ya hemos aprendido la lección de la hiperdependencia tecnológica, es decir, que hay vida más allá de la pantalla. Da la impresión que después, tampoco ha cambiado nada realmente, y que eso de tener la testuz inclinada, sometida y distraída, tiene mucho arraigo en estas generaciones, y tiene difícil remedio. ¡Qué lástima!
Y es que en esto de vérselas o no vérselas con el cielo nos jugamos mucho; tanto como lo que en realidad somos. Contemplar el cielo es para ociosos, seres liberados de los apegos inmediatos y terrenales, que se pueden permitir seguir el ritmo excelso al que van transcurriendo las nubes, las aves, los días y las noches con perfecta armonía. Sea de día o de noche, de mañana o de tarde, el cielo siempre es digno de que nos recreemos en él gozosamente.
Si es verdad aquello de que somos lo que comemos, tal vez podría ser cierto también que somos aquello que contemplamos. Es cuerpo se alimenta por la boca, pero no solo de pan vive el hombre. Escojamos, por tanto, lo mejor para no quedarnos espiritualmente escuchimizados. Alimentémonos de cielos prodigiosamente desplegados, de horizontes lejanos, y de perspectivas inmensas. Alternemos la vista de cerca con la vista al infinito. Seamos al mismo tiempo soñadores y prácticos; tengamos, por tanto, los pies en la tierra, pero sin que por ello dejemos de poner, asimismo, los pies y la vista en el cielo. Pisemos charcos, hollemos nubes. No renunciemos a la utopía, sino avancemos para que pueda ser. Juntos podemos ir realizando aquel sueño de Jesús al que no vamos a renunciar.
Es por eso que precisamos como agua de mayo recrearnos con el evangelio, que si nos cala, nos capacita, como a los apóstoles para ver más allá, ver lo que no se ve, pero así (y solo así) poder empezar a posibilitarlo. Ensanchemos nuestra visión para poder mermar aquello que se nos escapa.
Las lecturas de este V domingo de Pascua nos testimonian a una primera comunidad creyente dispuesta a anunciar por toda la vasta extensión de la tierra, que va tan pareja al cielo, que Cristo ha resucitado, que todo es posible, que Dios vive, resucita y transforma. Tanto es así, que unos pocos lograron cambiar las tornas de la historia, se salieron de los rígidos raíles de lo esperable y surcaron intrépidamente nuevos mares, porque iban llenos de cielo. ¿Qué nos ha ocurrido a nosotros para andar tan cegatos, tan reducidos de visión para las cosas grandes e intangibles? ¿No será que ya casi no miramos el cielo?
Mayúsculo error sería no ver más allá de lo que tenemos a un palmo de nuestras narices, no por falta de agudeza visual, sino más bien por cortedad de entendimiento, por desengaño o por indiferencia. No nos acostumbremos a los límites impuestos por una realidad excesivamente superficial. No pequemos de ser demasiado acomodaticios y conformistas. El corazón sabe bien que podemos amar más y con mayor alcance. No seamos meros zombis desesperanzados, marionetas a la deriva en una sociedad que vaga sin rumbo y seriamente deshumanizada. Alcémonos y plantemos cara al reduccionismo materialista. Hemos de ser leones, como nuestro nuevo papa, capaces de no asumir lo inasumible, porque un mundo mejor es posible y deseable.
Es el que bajó del cielo el que una y otra vez nos anima a alzar la mirada, a aspirar a una transformación fundamental del propio ser y nuestras relaciones: la tierra ha de ser semejante al cielo, si logramos dar pasos imparables para lograr el Reino de Dios aquí en la tierra. ¿Imposible? Para los que creen, para los que ven lo que todavía no es no hay nada imposible. Jesús nos dice la manera: "Si os amáis como yo os he amado". No hay otra manera de acercar el cielo a la tierra, que lleguen a tocarse, que haya una simbiosis esplendorosa. Creamos y creemos, con la ayuda del Espíritu, que hace nuevas todas las cosas esa nueva vida que Cristo resucitado nos propone.
Miremos, pues, la tierra con el mismo afán creador con el que deberíamos leer el cielo, y todo se ira convirtiendo en maravilloso. De los que son como niños, de los que miran así, maravillados, con ese candor y esa capacidad de confiar, es y será el reino de los cielos, esa tierra nueva y esos cielos nuevos de los que habla el Apocalipsis. Es el momento de enfrentarnos al mal con la confianza de que el amor lo transforma todo. Dios está empeñado en que así sea. Colaboremos animosos con Él. Esta es la misión de los que formamos la Iglesia.
sábado, 10 de mayo de 2025
Regalazo
REGALAZO
sábado, 3 de mayo de 2025
Lo propio
LO PROPIO
Las palabras dan bastante de sí, porque la misma palabra que sirve para denominar una idea suele tener otros significados subalternos nada desdeñables. Con una misma palabra se puede expresar gran cantidad de matices muy pertinentes de la realidad y del pensamiento. Tanto es así, que aquellos que reducen el mundo a su exclusiva concepción, los poco dados a admitir otras opiniones, se manejan en un lenguaje donde las palabras tan solo expresan lo que ellos piensan. Bien pudiera ser que la raíz de su cerrazón comience en un problema lingüístico y terminológico. Gracias a Dios, a la complejidad del mundo le corresponde la riqueza disponible del lenguaje. Aunque este blog trata más de compartir una reflexión a partir de la interpelación que nos hace el Evangelio dominical, que de conjeturas semánticas, en esta ocasión sí quisiéramos apuntar la rica significación del término testigo.
La palabra testigo designaría a aquel que presencia algún suceso. Es esta una primera y necesaria significación. Si dicho ser humano no ha presenciado un hecho, no va a saber dar cuenta de aquello que ni ha visto ni oído ni experimentado por sí mismo. Es cierto que puede haber y hay falsos testigos. Son aquellos que dicen haber estado delante sin haber estado, los que testifican lo que les conviene a sus intereses, faltando por completo a la verdad con total desfachatez. El buen juez, con experiencia y criterio, sabe detectar a los segundos y fiarse solo de los primeros. En la medida que a nosotros nos concierne, que no hemos de ejercer tan compleja tarea legal, también deberíamos discriminar a los que solo sale de su boca lo que es cierto, de aquellos otros que pretenden dar testimonio, pero no son m´s que embaucadores y manipuladores. ¿Tan difícil resulta? ¿Por qué solemos caer en la trampa de los cínicos como cándidos o incautos?
Cuando vamos al evangelio y nos exponemos a su lectura, lo hacemos ante el testimonio de aquellos que nos cuentan lo que ellos por sí mismos presenciaron y experimentaron. Los evangelios están escritos por testigos preferentes del Hijo de Dios encarnado. A su vez, Jesucristo, el protagonista de toda la Escritura, especialmente del Nuevo Testamento, también refiere que Él cuenta lo que ha visto y oído en el seno de la Trinidad, y por tanto, también es testigo del Padre. Y los que a su vez nos reconocemos creyentes, somos testigos de los testigos que nos hemos ido pasando de unos a otros el testigo, es decir, el objeto de traspaso que confiere continuidad en el mismo testimonio.
Por tanto, si nos hemos sabido explicarnos hasta aquí, en primer lugar habría una presencia ante un acontecimiento por el que uno es testigo presencial; esto es lo que le convierte en testigo autorizado y veraz de aquello que presenció o experimentó, y ese testimonio, aunque no sea el objeto que se pasan los corredores en las carreras por equipos cuando se pasan el turno, es el testigo que los cristianos seguimos pasándonos en una sucesión progresiva que podríamos denominar transmisión y misión evangelizadora.
En estos días de Pascua, los apóstoles y discípulos, empezando por las mujeres, los amigos de Jesús, son testigos de su resurrección. Por más que les acarrean represalias taxativas, no cejan en su empeño entusiasta de proclamar que Jesucristo vive. Son testigos de primera mano que testifican ante el mundo que se ha iniciado un tiempo nuevo y salvífico para la humanidad. Este proceso que irrumpe tras la muerte y resurrección del Señor es imparable: es el tiempo del Espíritu y su acción en la Iglesia y en la historia. Aunque se opongan el Imperio Romano con sus legiones, y el Sanedrín en pleno con sus reparos y confabulaciones, el testimonio que con su vida deben dar los cristianos manifiesta que el amor de Dios es la buena noticia que se expande y arraiga. Todos somos ahora testigos del Jesús que está en la orilla esperando que volvamos de nuestras faenas con el fuego encendido, el pescado asado y todo dispuesto para el banquete.
Cuando regresemos adonde Él está no nos preguntará si le hemos amado, sino si le amamos, en un presente eterno y absoluto, que integra pasado y futuro. Ahí ya se han encontrado plenamente el Papa Francisco y Jesús, su amado Jesús. Allí posiblemente le habrá preguntado tan solo eso mismo que le preguntó de manera reiterativa a Pedro aquella mañana: Francisco, ¿me amas?
Francisco ha sido un testigo valiente. Ha amado a Cristo y a su Iglesia, y por ello, no se ha amilanado ante las dificultades, sino que con audacia nos ha propuesto a las claras el amor que resucita, ese que sale del costado de Cristo, ese que no defrauda y que es para todos, todos, todos; especialmente los que la sociedad tiene a gala excluir inmisericordemente. Francisco ha puesto a la Iglesia a caminar en sinodalidad; y resulta que, con estos pequeños retoques y su puesta a punto, la maquinaria de la locomotora de la Iglesia funciona perfectamente, a pesar de los años, pues bastaba con engrasarla (y de eso ya se ocupa el Espíritu) y de aligerar algo la carga acumulada.
Lo propio es que el nuevo y futuro Papa que salga del cónclave, seguirá trabajando como testigo de testigos, y la Iglesia tendrá cabida para todos y se ensanchará hasta donde haga falta. Hoy por hoy esta Iglesia que anuncia y vive con radicalidad el mensaje esperanzador del Evangelio es el futuro y el remedio para una sociedad que se está deshumanizando y que no parece encontrar el rumbo. La defensa de la dignidad del hombre va pareja al mensaje de Cristo. Papa, te esperamos con ilusión, la misión nos reclama. Ni el mundo ni la Iglesia se pueden parar.
Y nosotros en esta labor ¿somos auténticos testigos? ¿Hemos sido previamente testigos del Resucitado para poder dar también testimonio? ¿Qué nos mueve a serlo? ¿Nos han pasado el testigo otros testigos como el Papa Francisco? ¿No es lo propio contar y vivir aquello que conocemos y somos porque lo hemos experimentado? ¿Cómo hemos de dar ese testimonio? Que el Espíritu sea el que promueva ese Reino de los Cielos aquí ya en la tierra.
sábado, 26 de abril de 2025
No en vano
NO EN VANO
Cuesta creer. Nadie dijo que fuese fácil. Creer, a la vez que crear, supone un salto importante en el vacío, en el que puede uno sostenerse en el aire o caer y darse de bruces contra una sórdida realidad. No es seguro, se requiere aceptar el riesgo de equivocarse, pero también el de acertar de pleno. Vivimos tiempos de asumir el mínimo riesgo, se prefiere ir sobre seguro. Tiempos confusos, donde lo tangible puede llegar a parecernos de mayor solidez que aquello que tan solo intuimos. Pero, sin embargo, si el ser humano no llega a ser capaz de apuestas audaces, dejando atrás el burdo materialismo y el hedonismo individualista y consumista, a bien poco va a llegar en su periplo vital. Sí, conviene no perder la sensatez, pero "el corazón tiene razones que la razón no entiende" (B. Pascal).
Tal vez, alguno de los mayores males de esta sociedad posmoderna mercantilista, es que hemos ido dejando de creer en ideales, en luchar por aquellos logros que merecían la pena y que conferían a las personas un rumbo y una vocación. No puede ser así. Hemos de apostar personalmente por aquello que amamos, pero con un corazón raquítico, sino con un corazón potente, capaz de aspirar a los mayores y mejores horizontes. Si esto no es así, si ya no somos capaces de apasionarnos por lo mejor, estaríamos viviendo en una sociedad del desencanto, y llevando existencias de mínimos, que no logran dar plenitud a la vida humana, pues se conforman con intereses exclusivamente particulares y poco explicitables. Pero, si hemos acertado con el síntoma que hoy nos aqueja, también podremos aproximarnos a dar con el remedio necesario para ahuyentar nuestros males.
No en vano estamos celebrando la octava de Pascua. Cristo ha resucitado de una vez para siempre, ya no deja de resucitarnos, de concedernos una nueva vida que nace del Espíritu y que deja a nuestra disposición. Solemos acudir a toda prisa adonde consideramos que hay algo urgente, necesario e importantísimo; sin embargo, a esa posibilidad de vida que mana del corazón de Cristo, no solemos acudir, nos resulta indiferente. Por contra, María Magdalena y los apóstoles sí corrieron y se enfrentaron a la frontera paralizante de la evidencia. ¿No habrá un más allá de la ausencia ante la evidencia del sepulcro vacío? ¿Cabe acaso esperar la razón de la sinrazón de la resurrección del Señor? ¿Queda aún algún resquicio en nuestro entendimiento para el misterio y para lo sagrado?
Santo Tomás lo tenía bien claro: "si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo". ¿Es que es hasta ahí solo hasta donde llega el ser humano o es capaz tal vez de fiarse, aunque no constate y verifique de manera palpable lo que puede llegar a descubrir desde el amor y el espíritu? Es cierto que con el método empírico hemos avanzado mucho técnicamente, pero tal vez no demasiado en otras dimensiones propias del ser humano. Aunque no en vano algunos sí se arriesgaron, y con todo en contra creyeron, vieron, tocaron, escucharon y reconocieron al Resucitado. Fueron capaces de ver más allá del muro de la evidencia de la muerte, porque sí se puede, y gracias a ello, lograron descubrir la evidencia de la resurrección: el Señor estaba en medio de ellos y les exhortaba a vivir en paz. Se llenaron de esa presencia viva de Cristo Resucitado y no podían ya dejar de contarlo.
No en vano ha sido tampoco la vida de entrega fiel del Papa Francisco, que en este tiempo pascual se nos ha ido al cielo. Pero nos queda su recuerdo, su testimonio, su legado y un montón de propuestas abiertas. No se explicaría nada de la vida de Francisco sin esa adhesión creativa a la fe en el Resucitado, que no nos permite seguir viviendo autorreferidos, sino que nos capacita para vivir en ese nuevo modo de ser y estar abiertos a Dios, al hermano y a la construcción de un mundo de amor, es decir, conforme a los ideales valiosos que, como se ha expuesto, son los que permiten llevar una vida mucho más plena y con sentido. Esto es, no una sociedad de la indiferencia, de la desvinculación y el descarte, y por tanto deshumanizada por completo, sino justo lo contrario: ser para los demás, ser personas, llamados a descubrir y construir la cultura del encuentro, tal y como quería el Papa Francisco.
Es hora de tomarnos muy en serio ese mensaje transformador del Papa Francisco. Él trató de encarnar el evangelio con sencillez y originalidad, y por ello, como pontífice, hacer una Iglesia más coherente con los orígenes que con la historia. Hemos de recuperar esa Iglesia sinodal, hospital de campaña para acompañar y consolar a todos los hombres que sufren. Es hora de seguir caminando con ilusión, como verdaderos peregrinos de esperanza. Es hora de dejarnos resucitar como personas y como Iglesia unida, ya que la frescura del evangelio, que tan magistralmente supo recordarnos el Papa Francisco, no debe perder novedad su propuesta.
Que el Espíritu, que todo lo hace nuevo siga y siga soplándonos para que se nos avive a todos la llama del amor y de la fe (tal vez no pueda haber uno sin el otro),y para que conduzca la nave de la Iglesia hacia su Pascua. Soltemos, pues amarras, convirtámonos profundamente, y confiados, dejémonos conducir por el Señor, remando juntos. El está y estará en medio de nosotros, hasta el final, acompañándonos, por mucho que arrecie la tormenta.
sábado, 19 de abril de 2025
Más allá de la ausencia
MÁS ALLÁ DE LA AUSENCIA
Entre estas dificultades que cabe reconocer y nombrar, está la ausencia. La experiencia de que nos falta algo, o más bien alguien, tan esencial que se nos hace verdaderamente duro proseguir sin esa persona o aquello que motiva su falta. Es la evidencia de la pérdida, porque seguimos siendo como tal y como antes, pero no ya del todo, porque no contamos ya con la parte imprescindible de lo que antes éramos, cuando estábamos completos. Dentro de esta añoranza, evidentemente, hay grados: desde un echar de menos temporal y llevadero, a un desolado duelo que no encuentra consuelo alguno. Todos hemos perdido alguien o algo que ya no tenemos, y por tanto, sabemos bien a lo que nos estamos refiriendo. O bien haber perdido a alguien del entorno íntimo o incluso haber llegado a perder irremisiblemente algo de nosotros mismos, y que portante tampoco está ya.
Los apóstoles, los discípulos y nosotros los cristianos, conocemos el desgarrón que produce la muerte del inocente en la cruz. Participamos todavía, aunque de manera más atenuada, por el drama que nuestros antecesores en la fe, los amigos de Jesús, tuvieron que sufrir cuando al Maestro bueno, que solo hizo el bien a todos de manera incalculable, le arrestan, le torturan, le condenan y le crucifican. Una vez más son justamente los que se aferran al poder a cualquier precio, los que sentencian al justo a una muerte ignominiosa. ¡Qué poco ha cambiado desde entonces el mundo! Todavía mueren los inocentes, víctimas de la soberbia de los poderosos, como si no lleváramos dos mil años de cristianismo.
Ahí tenemos los pasajes evangélicos de la pasión para hacernos perfecta cuenta de lo que pasó Jesús, que guardaba silencio ante las afrentas, y de lo que con Él pasaron los que lo amaban. Porque a más amor, mayor dolor por la ausencia. Si Él nos amó hasta el extremo, también el dolor de los que lo presenciaron debió ser extremo y difícilmente asumible para un ser humano sintiente. Y los cristianos lo hemos revivido una vez más en esta Semana Santa, no por masoquismo, sino para conmemorar lo que Él hace por nosotros, y cómo la muerte, en definitiva, no se salió ni se saldrá ya nunca con la suya. La pasión, la muerte y la ausencia que supone perder a Jesucristo, se vuelve misteriosamente vida nueva y abundante, vida para siempre, porque de manera insólita la fatal suerte del Crucificado resultó ser triunfo sobre el el mal y la muerte. Había que morir para vencer a la muerte.
Sabemos, por este motivo, que el horizonte existencial no se acaba con la pérdida, que hay un más allá de la ausencia, y que no hay un fin para los que aman y para los que creen en el Amor. Que tenía razón el poeta cuando afirmaba desde la clarividencia poética, que el amor es más fuerte que la muerte, y por tanto, que el que ama vive y no muere nunca. Es este, y no otro, el suelo en que están insertadas nuestras profundas raíces cristianas, en la esperanza cierta de la resurrección, puesto que la victoria de Jesús sobre la muerte es también la nuestra.
En esta Pascua, por tanto, debería abrírsenos el entendimiento a una nueva forma de conocer que no se queda solo en lo evidente. Ya no nos sirve la lógica disyuntiva de vivo o muerto, de presente o ausente, sino que a la vez que se está ausente, se está presente, en el recuerdo, en el amor, en el legado, en evidencias sutiles de esa vida imperecedera. A la vez que se muere, se transforma el hombre y se vive ya con el Viviente en esa vida gloriosa que no tendrá fin. Hemos vencido ya a la muerte, hemos vencido a la ausencia, porque Jesucristo ha resucitado y nos resucita. Diga el mundo lo que quiera, sabemos la verdad de lo que ocurrió en Jerusalén cuando se encontraron con el sepulcro vacío y aprendieron a situarse más allá de la ausencia, pues vivía y vive. Y sabemos lo que desde entonces no deja de seguir sucediendo, por ello, comenzamos este tiempo increíble de la pascua.
¿Es que acaso no percibes la luz de su presencia más allá de la aparente ausencia? Aviva el entendimiento y despierta. Pasa de la muerte a la vida por el espíritu, para que veas de manera ampliada, con un relieve nuevo, con una perspectiva insólita, lo que antes ni siquiera percibías. Empieza ya a resucitar.
¡ALELUYA!
sábado, 12 de abril de 2025
Sin vuelta atrás
SIN VUELTA ATRÁS
sábado, 5 de abril de 2025
De oídas
DE OÍDAS
A poco que uno sepa y/o haya leído, puede conocer que además del archifamoso asno que inmortalizó nuestro ilustre poeta moguereño, hay más burros que campan a sus anchas por la literatura. Sin ningún ánimo de ser exhaustivos, en la literatura clásica Apuleyo nos habla de uno que fue tan sumamente burro, que se pasó una buena temporada ejerciendo de burro sin serlo, pues se transformó en un miembro más de esa especie; y siendo burro debió de protagonizar toda una serie de aventuras. Y es que, tanto personajes como personas, puede haber por ahí sueltos que, por su poco juicio o por un obcecado comportamiento, más parecen burros que los que verdaderamente son estos particulares animalitos.
A otro equus africanus asinus, del que ya nos encontramos nosotros más cercanos, su propietario solía denominarle rucio, y que junto a su singular compañero, iban recorriendo nuestros territorios buscando aventuras con las que poder hacer el bien y dejar manifiesto su valor como caballero andante. También cierto muñeco de madera, que cobró vida por arte de la literatura, y que era proclive al crecimiento desmesurado de la nariz cuando faltaba a la verdad, se convirtió en burro capaz de seguir protagonizando múltiples burrerías, hasta que por el aprendizaje de la bondad, recuperó su anterior condición.
Y hablando de pollinos insignes, no podemos dejarnos en el tintero aquel que pasó la noche entera sin rebuznar siquiera para no despertar al niño, dormidito en el pesebre, en la noche más preciosa que ha habido nunca, cuando las estrellas brillaban emocionadas dándolo todo para expresarnos que la noche es también tiempo de iluminación y de salvación. O aquella otra burrita anónima en la que entró montado y triunfante el Señor en Jerusalén a darse ya por entero en la cruz, entre el alegre bullicio de pueblo exultante que proclamaba: "¡Hosana al hijo de David!" aquel primer domingo de Ramos, que desde entonces, no hemos dejado de revivir, reconociendo también nosotros al humilde mesías, el Salvador, montado el aquella anónima burrita.
Malo sería, por tanto, que aun conociendo con que facilidad los hombres desoyen las enseñanzas que les son dadas, terminaran asemejándose a brutos animalitos, aunque ciertamente hay cuadrúpedos que demuestran ser hasta más nobles y astutos que muchos humanos. Porque una cosa es tener orejas de burro, grandes y esplendorosas como penachos, y otra es usarlas con provecho, puesto que oigo, y lo que oigo lo escucho, y lo que escucho lo comprendo, sopeso y asimilo, para después sacar una útil enseñanza que aplico con justeza a la vida. Se podría llegar a decir que los seres humanos se vuelven burros es por propia decisión, por dejadez o por empecinada y cerril obcecación.
A Jesús se le conoce como el Maestro. De estos maestros de antes, que crearon verdaderamente escuela y discípulos, aunque no tenían pizarra a mano ni aula en que impartir su docencia. De esos maestros que no precisaron legarnos sus inigualables enseñanzas en un corpus de escritos, sino que de viva voz y de una vez para siempre hablaron, de tal manera que sus palabras permanecieron hasta nuestros días conforme al valor que se les concedía. Hoy, sin embargo, al parecer ya no se les reconoce el valor intrínseco que poseen dichas palabras, porque, salvo unos pocos que en el mundo han sido, son y serán, se prefiere el discurso falaz, anodino, soez y maniqueo, más acorde con la vida tozuda de burro humano que muchos prefieren llevar, pues se cree que escuchar y aprender está de más. ¿Aprender, qué y para qué?
El pasaje que nos presenta el evangelio este quinto domingo de Cuaresma es muy otro: tenemos al Maestro, ese que no nos dejó escrito alguno, solo sus palabras recopiladas por los suyos, que está escribiendo con el dedo en el suelo, es decir, que sí que escribía cuando se le antojaba, pero lo hacía en la arena en lugar de en otros soportes más perdurables. ¡Qué humilde receptáculo el de la tierra para merecer tan digna enseñanza! ¡Qué humildad la del Maestro, que no consideró a sus palabras merecedoras de que llegasen a los que no estaban presentes allí delante escuchándolas! ¿Qué signos trazaría? ¿Qué mensaje dejó allí escritas? Solo Dios -él mismo- lo sabe.
Lo que sí podemos saber, y no solo de oídas y leídas, sino porque en el corazón nos han quedado ya escritas muy hondamente, son las palabras que pronunció al tiempo que le presentaban una mujer sentenciada a la lapidación inmediata. Algunos querían ser más burros que cualquier bestia, y ensañarse con una mujer indefensa, porque de oídas ya sabían qué pensar y cómo comportarse: como verdaderos energúmenos. Pero Jesucristo les propuso: "El que esté libre de pecado que tire la primera piedra". Mucho se expuso ante una turba ávida de brutalidad al no darles la razón, sino a quitársela de raíz. Les pidió que antes de actuar, pensaran por sí mismos y examinaran su proceder, y no solo de oídas y cruelmente.
Una vez bien recapacitado, mira después a la persona que tienes delante y su corazón, no para condenarla con presteza, sino para compadecerte y reconocer su dignidad y su potencialidad para amar; entonces su falta será asumible y perdonable, más aún si además también tienes en cuenta las veces que el que se arroga el papel de juez implacable ha pecado también lo suyo. Juzga desde la misericordia, tal como Jesús ha venido anunciando y ahora de manera ejemplar también nos da buen ejemplo.
Por tanto, no sepas de perdón solo de oídas. La teoría y la teología están muy bien, pero para no ser un ser solo dotado de grandes orejas, sino que además le permiten a uno ir adquiriendo un verdadero aprendizaje, habrá de hacer experiencia de ese perdón que redime y restaura, de esa gracia generadora de nueva vida que nos regala una y otra vez el corazón de Jesús, que te mira con amor y te dice sencillamente "tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no peques más." Porque una cosa es creer que se sabe, porque algo simplemente se ha oído, y otra muy distinta hablar, sentir y vivir desde la experiencia fundante de haberte encontrado con Cristo, ese que iba escribiendo sus enseñanzas sobre la bendita arena. Ese que te otorga su perdón también a ti, incluso si has sido burro en alguna ocasión,
sábado, 29 de marzo de 2025
¿Y si me reseteo?
¿Y SI ME RESETEO?
sábado, 22 de marzo de 2025
De la nada
DE LA NADA
Quejarse es gratis y además cómodo. Quejarse está al alcance de cualquiera. No está de más caer en la cuenta que el que se queja está intentando echar balones fuera, como si él no tuviese responsabilidad de nada, puesto que nunca nada está como debiera: unas veces demasiado caliente, otras estará demasiado frío, otras demasiado corto o largo en exceso, unas le resultará salado y otras muy dulce; a la siguiente les resultará triste o aburrido o muy serio o poco profundo... Hacen de la queja el modo de estar en la vida, y ya de paso, siempre a los otros los responsables del fallo. Habría que revisar si ellos asumen un papel activo en la mejora, o solo desean seguir así, quejándose indefinidamente, sin aportar jamás ninguna mejora. La solución es bien fácil: hazlo tú, que eres el único que sabe hacerlo todo bien, o al menos según tu estricto gusto.
Como todos hemos podido comprobar, la lluvia se nos ha instalado de manera reiterada en estos últimos días. Bien aprovechada puede ser una bendición. Pero del mismo modo, sabemos por los recientes sucesos que mal encauzada la abundancia de agua puede arrasar con todo, por lo que no está de mas prevenir lo que puede llegar a pasar antes de que termine por pasar. No importa si llueve poco o mucho, nos quejaremos de la lluvia como nos quejamos del frío o de calor, aunque mientras sigue lloviendo se nos estén llenando las reservas hídricas para tirar una buena temporada olvidándonos por un tiempo de los años de pertinaz sequía, contra la que tampoco tomamos anticipadamente medida alguna.
Pues Dios no es un quejica, sino justamente lo contrario, sabiéndose de memoria nuestra condición testadora, como si nos hubiese creado, se arma de paciencia infinita con cada uno de nosotros, sus hijos. Espera que queramos cambiarnos. Que tarde o tempranos abandonemos nuestra pacata autosuficiencia, reconozcamos nuestros límites y nuestros errores y volvamos a Él. Dios no se cansa de esperar, siempre nos tiende sus brazos y está dispuesto a concedernos su abrazo consolador y su ternura maternal de padre. Es esta una suerte inmensa que se nos suele pasar por alto: es todomisericordioso, inmenso amor condescendiente y comprensivo. Nos concede su perdón saliéndose de toda horma y cálculo humano.
En medio ya de esta Cuaresma lluviosa, en lugar de quejarnos, hemos de tratar de ser más conscientes de quiénes somos y de la vida que llevamos, de reflexionar, reconocer y rectificar. Este es el tiempo propicio para reorientar el rumbo de nuestro itinerario vital. Seguir en la inconsciencia no nos va a ser de gran ayuda para sacar de lo hondo aquel que cada uno en realidad es. Podemos seguir viviendo en la superficialidad, en la prisa, el consumo y la distracción permanente, o empezar de una vez por todas a detectar que el camino emprendido no es del todo el correcto. Dios espera callado, confiado y paciente, Nunca va alterar nuestra libertad, ya que el amor jamás impone y siempre respeta al amado. Ahora puede ser la ocasión de propiciar ese encuentro y de empezar esa conversión.
En la parábola de la higuera estéril -texto bellísimo- que nos propone la liturgia este tercer domingo de Cuaresma se ilustra admirablemente esa apuesta esperanzada de Dios por nuestra conversión. No abandona la esperanza una vez más en nuestra posibilidad de cambio y conversión. Es Él el que cavará y abonará a la higuera estéril, porque está convencido que esa mal llamada esterilidad, la de la higuera y la tuya, no son irreversibles. En esta Cuaresma propicia déjate hacer por Dios, por sus manos de labrador paciente. Él pone remedio a tus sequedades, a tus necedades y ha tus sinsentidos. Si de tu profunda nada, del desierto por el que vaga tu alma, Él es capaz de generar por pura gracia nueva vida, vida abundante, como una zarza ardiente que no se consume. Su amor no entiende de esterilidades, sino de entrega para que tú vivas, y aciertes a dar el precioso fruto de tu plenitud.
Sé higuera amada y cuidada con esmero por Cristo jardinero. Y entonces, en lugar de la queja, aunque no pare de llover sobre mojado, en tu ser brotará un agradecimiento desbordante, porque el Señor anda haciendo en ti maravillas. Y por ello no podemos dejar de exclamar:
en el que nunca nacerá una flor,
vengo a pedirte, Cristo jardinero,
por el desierto de mi corazón.
Para que nunca la amargura sea
en mi vida más fuerte que el amor,
pon, Señor, una fuente de alegría
en el desierto de mi corazón.
Para que nunca ahoguen los fracasos
mis ansias de seguir siempre tu voz,
pon, Señor, una fuente de esperanza
en el desierto de mi corazón.
Para nunca busque recompensa
al dar mi mano o al pedir perdón,
pon, Señor, una fuente de amor puro
en el desierto de mi corazón.
Para que no me busque a mí cuando te busco
y no sea egoísta mi oración,
pon tu cuerpo, Señor, y tu palabra
en el desierto de mi corazón.
sábado, 15 de marzo de 2025
En carne propia
EN CARNE PROPIA
Por si alguien aún no se ha enterado, este viernes pasado hemos asistido a un acontecimiento sideral de consideración, o al menos de cierta relevancia, y del que en general se han hecho eco todos los medio: la luna llamada de sangre, porque un eclipse casi completo de luna era bañada por el reflejo rojizo del astro rey. Este hecho para unos será algo anecdótico y pasajero, para otros una manifestación de la exactitud y precisión de los movimientos celestes, y para otros un signo astrológico que requiere una transformación en nuestros periplos existenciales. Allá cada uno con lo que entienda y después haga con ello.
Lo que es claro es que lo de siempre, el satélite terrestre, ha adquirido una apariencia extraordinaria debido a que la luz incidía en ella de manera diferente. No se ha transformado, pero parecía haberse transformado por medio de la luz que reflejaba. La luz bajo la que contemplamos los objetos, las personas, las emociones, pensamientos y hechos, es decisiva en la manera en la que percibimos y entendemos. De ahí la hermosa etimología del verbo especular, esto es, llevar luz hacia algo mediante el espejo. Pues sin luz no vemos ni entendemos. Precisamos la luz para descubrir lo que tenemos delante. A veces, como seres inteligente que somos, podemos llegar a ver y entender también a la luz de las palabras, leídas o escuchadas. Hay por tanto una luz que ven los ojos y otra que descubre la razón. ¿No habrá también una luz que logre esclarecer las cuestiones del espíritu?
Pero no solo eso, la experiencia también ha de iluminar nuestro saber de las cosas del mundo. Que vivir vaya produciendo en cada uno de nosotros una luz dentro, una certidumbre, un hacerse cargo, un descubrimiento existencial que nos sirva para señalar los derroteros de nuestro peregrinar no siempre por cañadas suficientemente claras. En estos días nuestro centro escolar ha tenido que pasar por una situación muy dolorosa que a todos nos está afectando. Tratamos de darnos aliento los unos a los otros, pero nos falta capacidad para encontrar el sentido al sinsentido de lo terrible, que de modo totalmente imprevisible nos golpea de manera decisiva. Se nos cierra entonces el horizonte, porque la luz en la que nos manteníamos seguros de repente se mengua y hasta se nos apaga. ¿Dónde buscar cierta claridad? ¿Podemos mirar más adentro y encontrarnos algo a lo que aferrarnos para no sucumbir a la desesperación? Tal vez sea posible si lo intentamos. Contamos con el apoyo y el afecto de los que nos lo muestran, están ahí y nos acompañan. También algunos tenemos fe, y esta, si es firme, también nos conforta.
Jesús, con tan solo alguno de sus discípulos, asciende a una montaña, lugar al que hay que llegar mediante un ascenso que requiere trabajo, Abajo deja la vida ordinaria, los afanes y preocupaciones que nos tienen ocupados a diario. Sale de la normalidad y se sitúa en otro nivel, más elevado y que permite tener otra perspectiva. La dimensión espiritual, intrínseca del hombre, no anula ni la luz de los sentidos, ni los sentimientos y emociones, ni la razón, pero amplía la capacidad de comprender sin comprender, confiar, aceptar y amar, también en el dolor.
Jesucristo en este evangelio de la segunda semana de Cuaresma se transfigura delante de los íntimos. Aparece resplandeciente como quien realmente es: ser humano y ser divino aunados a la perfección, integrados de tal manera que no puede ser el uno sin el otro. No precisa la luz del sol; no asume una singular apariencia como la luna de sangre, no, es él mismo el que muestra su propia luz a los que le acompañan.
En esta camino que nos lleva a la pascua, hemos de descubrir también en carne propia esa doble condición que Cristo nos descubre. Somos de Cristo y hemos de reproducir esa misma condición, material y espiritual, pues por el bautismo nos hemos injertado en Él. Somos ya seres espirituales (a la vez que materiales) y participamos de su victoria sobre la muerte, es decir, resucitamos también con Él, pues nos entrega su vida. La vida no acaba con la muerte, la vida se transforma y se convierte en vida eterna.
No veamos solo con los ojos. No veamos solo con el entendimiento, sino más bien, entendamos con el espíritu que durante esta vida hemos de ir transformándonos espiritualmente, no quedar reducidos meramente al cuerpo material, sino saber que podemos transfigurarnos empezando por ver y entender al que hoy se nos transfigura en lo alto del monte Tabor, el Transfigurado, el Cristo, el Señor. Hoy se nos invita a contemplarlo en la divinidad de su carne y de su cuerpo, y ha escucharle como el Hijo de Dios viviente. A dejar que su palabra de vida nos transforme. No se me ocurre mejor modo de proseguir este camino cuaresmal que iniciamos ya en el desierto de las tentaciones, del vacío y de la desesperación. Ascendamos con Él a la montaña. Abrámonos a la experiencia de su amor incondicional y salvador. Tal vez ahí están las respuestas y el consuelo.
Sí, hemos de experimentar en carne propia esa transfiguración espiritual necesaria para desplegar nuestra condición humana de manera completa y atrevida. Hemos de subir de nivel, dejar que su gracia nos vaya trasfigurando para ser más humanos y más divinos, más corporales y espirituales. Para nosotros es enormemente difícil, pero no para Dios. Avancemos, que el Espíritu actúe entonces en carne propia, que vaya manifestando quienes realmente somos, como Jesús se nos muestra hoy.
sábado, 8 de marzo de 2025
Arenas movedizas
ARENAS MOVEDIZAS
Decir que vivimos en una sociedad anestesiada, es una obviedad, y por tanto aporta más bien poco y además a pocos; pero no está de más volver a recordarlo una vez más. La realidad no es tal como la entendemos, sino mucho más amplia y compleja, por lo que para no calentarnos mucho la cabeza, terminamos reduciendo el mundo entero a nuestro pequeño mundo. Así, al menos, es más comprensible y manejable y podemos movernos en esa realidad reducida con cierto dominio de la situación. Lo malo es que después, para salvaguardar nuestro perímetro de control, procedemos a levantar una pantalla o un férreo muro que impide que prácticamente nada ajeno entre en nuestro recinto de lo que consideramos admisible, y al mismo tiempo, que tampoco nuestras vidas se expandan y contribuyan al bien común del resto de los mortales. Nos privamos y les privamos de nuestra aportación personal, y con ello, poco a poco y sin darnos apenas cuenta, vamos a ir languideciendo porque, el aire no corre con la debida frescura, esa que nos obliga a transformarnos y estar a la altura del presente.
A pesar de este reduccionismo autoimpuesto, tantas veces aferrado a lo más superficial y anodino, necesitamos de los otros y del bullicio para poder evitar como sea esa soledad radical que nos constituye. Pavor nos da muchas veces quedarnos a solas con nosotros mismos, bucear en nuestra fundamental esencia, nuestra realidad radical, y por ello haremos lo que sea por distraernos, evadirnos y escamotearnos de plantearnos en serio nuestra propia identidad. Así que como podamos iremos tirando y eludiendo conocernos y aceptarnos. Lo fácil es estar entretenidos, desentenderse y mirar para otro lado.
¿Quién en su sano juicio va a salir del terreno seguro para ir adentrándose en tierras inhóspitas e inseguras? ¿Acaso somos nosotros como aquellos conquistadores que surcaron lo desconocido por amor a la aventura? Aquí, aunque reducido, pisamos suelo firme, pero ¿quién sabe si más adelante no haya arenas movedizas, esas que, como hemos visto en tantas películas, primero te vas hundiendo y luego, según te mueves intentando escapar, te hundes ya sin remedio, puesto que no hay dónde aferrarse, hasta que terminan por hacerte desaparecer del todo en ese descenso irrefrenable y desesperado a lo desconocido. Mucho mejor quietecitos en el sillón, rodeados de cuanto necesitemos y muy cómodamente instalados en nuestras arenas movedizas imperceptibles.
Pues bien, la Cuaresma va justo de todo lo contrario. Se trata de salir a la intemperie; quitarse de todo parapeto protector, atreverse a escapar de ese recinto enclaustrado al que hemos acabado por acostumbrarnos; exponernos. ¿Algún voluntario? ¿Algún buscador? ¿Es que no quedan valientes decididos que amen la aventura y el riesgo de vérselas a solas consigo? Es mejor seguir amodorrados, aquí cómodamente instalados al menos hasta que llegue lo inevitable, y ya veremos entonces por dónde lo sorteamos.
Para empezar a horadar en esa muralla pseudoprotectora cabría preguntarse: ¿Dónde pongo yo mis seguridades? Ahora tocaría tratar de responderse. ¿En los amigos? ¿En la familia? ¿En el trabajo? ¿En la diversión? ¿En las posesiones? ¿En los placeres materiales? ¿En el dinero? ¿En el poder? Jesús, tras su bautismo fue llevado por el Espíritu al desierto, a vérselas consigo, a desprenderse de toda comodidad y cobertura, a encontrase solo, débil y desprotegido, y allí, solo en lo profundo del desierto, es donde hace su aparición el temido tentador. ¿Nos dejamos llevar nosotros por ese Espíritu indómito?
Entonces, si nos adentramos en el desierto de lo desconocido, las supuestas arenas movedizas pudieran empezar a tragarnos y es en ese momento de prueba en el que puede aflorar la consistencia que nos salva de la zozobra existencial. Es ahí donde hemos de permanecer seguros en la palabra y el espíritu de Dios, Él es nuestra roca firme. Nada hemos de temer, Él nos protege y acompaña. Segura es la victoria ante cualquier acechanza del enemigo. Cristo pasa las pruebas consecutivas, a pesar de que el demonio trata de atacar por los lugares más expuestos: la propia identidad de Jesús, la fácil idolatría o la confianza firme en la voluntad del Padre. Nada puede con sus artimañas y ha de retirarse hasta otra ocasión en la que de nuevo será vencido. Y es que Con Dios, y Jesucristo, que es el que es, nunca puede vencer. En Él radica también nuestra victoria.
Si salimos de la tentadora muralla en la que solemos refugiarnos de lo real, tan temido, y atravesamos las arenas movedizas necesarias para encontrarnos de lleno con nosotros y con el Dios que vive y mora en el interior de cada ser, habrá sin duda alguna ocasión de ser tentados. Estemos seguros en el evangelio, atentos, confiados en la ayuda de Dios y de la Virgen María de la Providencia: nada hemos de temer entonces. La lucha está asegurada si te internas en el desierto cuaresmal, pero también la victoria. Uno no vuelve del desierto igual que entró en él, ahora es más auténtico, más sí mismo y más iluminado. Su mirada, su corazón y sus palabras lo delatan, pues ya conoce en mayor grado la verdad que Dios le ha revelado allí, en lo profundo de su soledad sonora.
sábado, 1 de marzo de 2025
El verdadómetro
EL VERDADÓMETRO
"Ser o no ser" decía el personaje de Shakespeare cuyo nombre da título a su famosa tragedia. Y es que ese es el gran dilema al que hemos de enfrentarnos los humanos. No exclusivamente se trata de dilucidar si vivir o no vivir, sino también queremos interpretarlo referido a cómo vivir logrando ser nada más y nada menos que uno mismo. Puede parecer que poco a poco nos hemos acostumbrado a vivir bajo la sombra de la ausencia de la verdad, y así, nuestras vidas van transcurriendo a tientas, en un entorno más de apariciones fantasmagóricas, pero irreales. ¿Somos nosotros mismos también lo que deberíamos ser o meramente bocetos con tan solo una insustancial apariencia? ¿De dónde sacar (y cómo) esa identidad profunda que cada uno lleva consigo?
Son estos días anteriores a la Cuaresma, y por ello, estamos de lleno metidos en los vaivenes frenéticos del carnaval. Se abre, por tanto, el baile de máscaras, y cada uno puede fingir que es el que no es realmente. La máscara lo aguanta todo, lo oculta todo y lo permite también todo, porque ya no se puede distinguir quién es quién. Curioso desliz permitido previo a tener que vérselas con la cruda realidad de nuestra condición limitada, con la verdad tal cual es, monda y lironda. Aunque tal y como están hoy las cosas, bien podríamos llegar a pensar que el tiempo de fingimiento y evasión no se reduce solo al propio del carnaval, sino que la ocultación tras la máscara se extiende ya al año entero. Y ese es el peligro: asistir, sin más, complacidos a la ceremonia de la confusión. ¿O es que la verdad asoma ocasionalmente por parte alguna? ¡Qué pocos son los que aún buscan y detectan lo auténtico como forma radical de vida! ¿Cómo puede ser esto posible? ¿Es que el vivir engañado puede satisfacer a alguien?
Precisamos caer en la cuenta de que sólo la verdad nos hace libres, y que, por tanto, el engaño, tanto a uno mismo como a los otros, nos esclaviza por completo. Dejemos la farsa exclusivamente para la fiesta y el contexto del carnaval, sin llegar nunca a perder esa verdad existencial que el poeta nos invitaba a buscar conjuntamente: "Tu verdad, no, la verdad. Y ven conmigo a buscarla". Huyamos de la superficialidad y atrevámonos a descubrir quiénes somos quitándonos todas las capas de máscaras que nos hemos ido interponiendo para ocultarnos el propio rostro.
En este domingo VIII de tiempo ordinario la propuesta de las lecturas van por ahí: dejar remansarse las aguas y alcanzar la necesaria transparencia para ver el fondo, empezando por el propio, y después también el ajeno. El Sirácida o Eclesiástico nos invita a no juzgar sin haber escuchado antes, porque a través de las palabras se puede descubrir lo que anida en el corazón humano. Y es verdad que al sincero se le nota, y también al que miente se le coge rápido; aunque a veces no con las manos en la masa o con la palabra en los labios, sino cuando ya se ha salido con la suya mediante el engaño. ¡Ojalá tuviésemos un discreto aparatito o aplicación utilísima en el móvil para detectar al que falta a la verdad! Acaso sí podemos llegar a tener ese excepcional detector de engaños con el que, tan solo aprendiendo a reconocer lo cierto frente a la vulgar e interesada mentira, parar a tiempo el tejemaneje de la farsa. Al mentiroso se le ha de reconocer, al menos en las distancias cortas. No nos dejemos embaucar por el primero de turno, no prestemos atención tan solo a lo aparente. Descendamos a lo que subyace bajo toda manifestación.
Pero no solo por las palabras salen a la luz aquellos que dicen la verdad de corazón o los que faltan a ella con total descaro. Sobre todo, es a través de los hechos como se demuestra el bien, la verdad y la bondad de la persona. Es Jesús el que nos indica que ahí está la prueba del algodón: por los frutos que confirman las palabras dichas. Nos dice que "El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón, habla la boca". Así, pues, empecemos por cuidar nuestro propio corazón, luego nuestras palabras y finalmente nuestras obras; que no hagan daño, ni discriminen ni ofendan, sino que ayuden, sirvan y promuevan la justicia y la misericordia del Reino de Dios.
También nos advierten del "punto ciego" o "ángulo muero" que podemos tener en nosotros mismos sin saberlo reconocer. Y es que hay una parte de nosotros que cuesta lo suyo afrontar, sanar y asumir, aunque es preciso aprender a conocernos a fondo para que la verdad sobre nosotros mismos pueda ser lo más completa posible; sin subterfugios, sin engaños y sin esos insospechados "ángulos muertos". Cuidado, pues, con ver la mota en el ojo ajeno y no la viga que tienes en el tuyo. ¿Te crees mejor? ¿Te consideras perfecto? Pues más bien nos queda a todos mucho trecho por hacer. Empieza a ver eso que no sabías de ti, aunque duela reconocerlo. Ese, y solo ese, es el camino del evangelio, el del desenmascaramiento progresivo, el del verdadómetro que debes empezar a aplicarte a ti antes de proyectarlo a la ligera sobre los demás.
Mucho ánimo, que según es asentada costumbre, tras el carnaval llega el tiempo del desierto que es la Cuaresma, donde toca hacer ese ímprobo trabajo de autotransformación y crecimiento. Empieza por ti, Dios te ayudará en la tarea.