sábado, 26 de abril de 2025

No en vano

NO EN VANO


Cuesta creer. Nadie dijo que fuese fácil. Creer, a la vez que crear, supone un salto importante en el vacío, en el que puede uno sostenerse en el aire o caer y darse de bruces contra una sórdida realidad. No es seguro, se requiere aceptar el riesgo de equivocarse, pero también el de acertar de pleno. Vivimos tiempos de asumir el mínimo riesgo, se prefiere ir sobre seguro. Tiempos confusos, donde lo tangible puede llegar a parecernos de mayor solidez que aquello que tan solo intuimos. Pero, sin embargo, si el ser humano no llega a ser capaz de apuestas audaces, dejando atrás el burdo materialismo y el hedonismo individualista y consumista, a bien poco va a llegar en su periplo vital. Sí, conviene no perder la sensatez, pero "el corazón tiene razones que la razón no entiende" (B. Pascal).

Tal vez, alguno de los mayores males de esta sociedad posmoderna mercantilista, es que hemos ido dejando de creer en ideales, en luchar por aquellos logros que merecían la pena y que conferían a las personas un rumbo y una vocación. No puede ser así. Hemos de apostar personalmente por aquello que amamos, pero con un corazón raquítico, sino con un corazón potente, capaz de aspirar a los mayores y mejores horizontes. Si esto no es así, si ya no somos capaces de apasionarnos por lo mejor, estaríamos viviendo en una sociedad del desencanto, y llevando existencias de mínimos, que no logran dar plenitud a la vida humana, pues se conforman con intereses exclusivamente particulares y poco explicitables. Pero, si hemos acertado con el síntoma que hoy nos aqueja, también podremos aproximarnos a dar con el remedio necesario para ahuyentar nuestros males.

No en vano estamos celebrando la octava de Pascua. Cristo ha resucitado de una vez para siempre, ya no deja de resucitarnos, de concedernos una nueva vida que nace del Espíritu y que deja a nuestra disposición. Solemos acudir a toda prisa adonde consideramos que hay algo urgente, necesario e importantísimo; sin embargo, a esa posibilidad de vida que mana del corazón de Cristo, no solemos acudir, nos resulta indiferente. Por contra, María Magdalena y los apóstoles sí corrieron y se enfrentaron a la frontera paralizante de la evidencia. ¿No habrá un más allá de la ausencia ante la evidencia del sepulcro vacío? ¿Cabe acaso esperar la razón de la sinrazón de la resurrección del Señor? ¿Queda aún algún resquicio en nuestro entendimiento para el misterio y para lo sagrado?

Santo Tomás lo tenía bien claro: "si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo". ¿Es que es hasta ahí solo hasta donde llega el ser humano o es capaz tal vez de fiarse, aunque no constate y verifique de manera palpable lo que puede llegar a descubrir desde el amor y el espíritu? Es cierto que con el método empírico hemos avanzado mucho técnicamente, pero tal vez no demasiado en otras dimensiones propias del ser humano. Aunque no en vano algunos sí se arriesgaron, y con todo en contra creyeron, vieron, tocaron, escucharon y reconocieron al Resucitado. Fueron capaces de ver más allá del muro de la evidencia de la muerte, porque sí se puede, y gracias a ello, lograron descubrir la evidencia de la resurrección: el Señor estaba en medio de ellos y les exhortaba a vivir en paz. Se llenaron de esa presencia viva de Cristo Resucitado y no podían ya dejar de contarlo.

No en vano ha sido tampoco la vida de entrega fiel del Papa Francisco, que en este tiempo pascual se nos ha ido al cielo. Pero nos queda su recuerdo, su testimonio, su legado y un montón de propuestas abiertas. No se explicaría nada de la vida de Francisco sin esa adhesión creativa a la fe en el Resucitado, que no nos permite seguir viviendo autorreferidos, sino que nos capacita para vivir en ese nuevo modo de ser y estar abiertos a Dios, al hermano y a la construcción de un mundo de amor, es decir, conforme a los ideales valiosos que, como se ha expuesto, son los que permiten llevar una vida mucho más plena y con sentido. Esto es, no una sociedad de la indiferencia, de la desvinculación y el descarte, y por tanto deshumanizada por completo, sino justo lo contrario: ser para los demás, ser personas, llamados a descubrir y construir la cultura del encuentro, tal y como quería el Papa Francisco.

Es hora de tomarnos muy en serio ese mensaje transformador del Papa Francisco. Él trató de encarnar el evangelio con sencillez y originalidad, y por ello, como pontífice, hacer una Iglesia más coherente con los orígenes que con la historia. Hemos de recuperar esa Iglesia sinodal, hospital de campaña para acompañar y consolar a todos los hombres que sufren. Es hora de seguir caminando con ilusión, como verdaderos peregrinos de esperanza. Es hora de dejarnos resucitar como personas y como Iglesia unida, ya que la frescura del evangelio, que tan magistralmente supo recordarnos el Papa Francisco, no debe perder novedad su propuesta.

Que el Espíritu, que todo lo hace nuevo siga y siga soplándonos para que se nos avive a todos la llama del amor y de la fe (tal vez no pueda haber uno sin el otro),y para que conduzca la nave de la Iglesia hacia su Pascua. Soltemos, pues amarras, convirtámonos profundamente, y confiados, dejémonos conducir por el Señor, remando juntos. El está y estará en medio de nosotros, hasta el final, acompañándonos, por mucho que arrecie la tormenta.

sábado, 19 de abril de 2025

Más allá de la ausencia

MÁS ALLÁ DE LA AUSENCIA


Múltiples y variadas son las experiencias humanas. Sin embargo, cada persona es un mundo, por ello, a las mismas experiencias que vamos pasando, se les concede una distinta repercusión y significado. Vivir en sí es un bien cargado de potencialidad, y eso a pesar de las adversidades, los fracasos y las derrotas que uno vaya acumulando, y, al mismo tiempo, tratando de superar como se pueda. Hay personas tremendamente heridas que terminan por instalarse para siempre en el miedo a sufrir. Es razonable que así sea; lo malo es que estas personas que han padecido tal vez terminen por atrincherarse de tal modo que tampoco se atrevan a gozar y a vivir con verdadera entrega y libertad. Hemos de tratar de remontar cualquier contratiempo, pero dependerá del golpe recibido y de las fuerzas, tanto internas como externas, con las que se cuente, para poder salir más o menos ileso del trance sufrido. Aunque es cierto que los padecimientos transmutan al ser humano que los ha atravesado.

Entre estas dificultades que cabe reconocer y nombrar, está la ausencia. La experiencia de que nos falta algo, o más bien alguien, tan esencial que se nos hace verdaderamente duro proseguir sin esa persona o aquello que motiva su falta. Es la evidencia de la pérdida, porque seguimos siendo como tal y como antes, pero no ya del todo, porque no contamos ya con la parte imprescindible de lo que antes éramos, cuando estábamos completos. Dentro de esta añoranza, evidentemente, hay grados: desde un echar de menos temporal y llevadero, a un desolado duelo que no encuentra consuelo alguno. Todos hemos perdido alguien o algo que ya no tenemos, y por tanto, sabemos bien a lo que nos estamos refiriendo. O bien haber perdido a alguien del entorno íntimo o incluso haber llegado a perder irremisiblemente algo de nosotros mismos, y que portante tampoco está ya.

Los apóstoles, los discípulos y nosotros los cristianos, conocemos el desgarrón que produce la muerte del inocente en la cruz. Participamos todavía, aunque de manera más atenuada, por el drama que nuestros antecesores en la fe, los amigos de Jesús, tuvieron que sufrir cuando al Maestro bueno, que solo hizo el bien a todos de manera incalculable, le arrestan, le torturan, le condenan y le crucifican. Una vez más son justamente los que se aferran al poder a cualquier precio, los que sentencian al justo a una muerte ignominiosa. ¡Qué poco ha cambiado desde entonces el mundo! Todavía mueren los inocentes, víctimas de la soberbia de los poderosos, como si no lleváramos dos mil años de cristianismo.

Ahí tenemos los pasajes evangélicos de la pasión para hacernos perfecta cuenta de lo que pasó Jesús, que guardaba silencio ante las afrentas, y de lo que con Él pasaron los que lo amaban. Porque a más amor, mayor dolor por la ausencia. Si Él nos amó hasta el extremo, también el dolor de los que lo presenciaron debió ser extremo y difícilmente asumible para un ser humano sintiente. Y los cristianos lo hemos revivido una vez más en esta Semana Santa, no por masoquismo, sino para conmemorar lo que Él hace por nosotros, y cómo la muerte, en definitiva, no se salió ni se saldrá ya nunca con la suya. La pasión, la muerte y la ausencia que supone perder a Jesucristo, se vuelve misteriosamente vida nueva y abundante, vida para siempre, porque de manera insólita la fatal suerte del Crucificado resultó ser triunfo sobre el el mal y la muerte. Había que morir para vencer a la muerte. 

Sabemos, por este motivo, que el horizonte existencial no se acaba con la pérdida, que hay un más allá de la ausencia, y que no hay un fin para los que aman y para los que creen en el Amor. Que tenía razón el poeta cuando afirmaba desde la clarividencia poética, que el amor es más fuerte que la muerte, y por tanto, que el que ama vive y no muere nunca. Es este, y no otro, el suelo en que están insertadas nuestras profundas raíces cristianas, en la esperanza cierta de la resurrección, puesto que la victoria de Jesús sobre la muerte es también la nuestra.

En esta Pascua, por tanto, debería abrírsenos el entendimiento a una nueva forma de conocer que no se queda solo en lo evidente. Ya no nos sirve la lógica disyuntiva de vivo o muerto, de presente o ausente, sino que a la vez que se está ausente, se está presente, en el recuerdo, en el amor, en el legado, en evidencias sutiles de esa vida imperecedera. A la vez que se muere, se transforma el hombre y se vive ya con el Viviente en esa vida gloriosa que no tendrá fin. Hemos vencido ya a la muerte, hemos vencido a la ausencia, porque Jesucristo ha resucitado y nos resucita. Diga el mundo lo que quiera, sabemos la verdad de lo que ocurrió en Jerusalén cuando se encontraron con el sepulcro vacío y aprendieron a situarse más allá de la ausencia, pues vivía y vive. Y sabemos lo que desde entonces no deja de seguir sucediendo, por ello, comenzamos este tiempo increíble de la pascua.

¿Es que acaso no percibes la luz de su presencia más allá de la aparente ausencia? Aviva el entendimiento y despierta. Pasa de la muerte a la vida por el espíritu, para que veas de manera ampliada, con un relieve nuevo, con una perspectiva insólita, lo que antes ni siquiera percibías. Empieza ya a resucitar.

¡ALELUYA!

sábado, 12 de abril de 2025

Sin vuelta atrás

SIN VUELTA ATRÁS


Resulta sorprendente que sea en las paradojas en donde se encierren las grandes verdades. Lo que parece romper la lógica del modo acostumbrado de pensar, es lo que posibilita una manera más lúcida de entender el mundo y sus misterios. Porque frente a la comodidad de limitarse a lo ya sabido, sin plantearse críticamente nada, y sin atreverse siquiera a mantener un mínimo pensamiento crítico, todo buscador descubre que hay razones comúnmente asentadas que nos llevan a caminos sin salida. Así es que, salvo que uno opte por un pensamiento creativo, paradójico y personal, acaba limitándose al constructo de representaciones dadas, pero no por ello, suficientes. En este sentido, podríamos decir que lo mismo que nos limita, si logramos superarlo, puede ser al mismo tiempo el trampolín que nos permite avanzar.

Acertar a pensar lo impensable, a decir lo indecible, resulta tremendamente difícil sin recurrir a la expresión poética o al cortocircuito que provoca la paradoja, logrando que escapemos de lo meramente evidente. Pero es que sin estos mecanismos, andaríamos siempre en el mismo terreno trillado y careceríamos de toda posibilidad de atisbar algo más allá del muro de lo consabido. De ahí que dentro del mundo budista zen, para facilitar la comprensión espiritual de la realidad, su sustrato más profundo, se empleen los koan o sentencias enigmáticas que tan solo se descifran desde una lógica ilógica. Puesto que si nuestros sentidos a veces nos engañan, no menos lo hace también el pensamiento apresuradamente racional por donde se nos cuelan, además, los más burdos prejuicios.

Sin más dilación, entramos en lo que nos ocupa. Hemos llegado al final de este periodo de Cuaresma. Si hemos hecho bien el trabajo requerido, habremos recuperado cierta visión para que resplandezca la verdad que paradójicamente se encuentra en los acontecimientos que celebramos. Comenzamos ya la Semana Santa con el Domingo de Ramos. En él, además de las procesiones y de las palmas, hemos de descubrir a todo un mesías aclamado por el pueblo, que entra triunfante en Jerusalén montado en una borriquita. ¿Es o no es el mesías esperado? Los sencillos lo reconocen como tal, porque han visto y oído su manera de desvivirse por todos; otros, en cambio, los poderosos, también lo esperan, pero para sentenciarle cuanto antes, para poder seguir manteniendo su puesto privilegiado y evitar que nada sufra cambio alguno. Son los que siempre miran solo por sí mismos, y no les importa que sean los otros los que paguen el precio que sea. Jesucristo es justamente la figura contraria.

Cristo, sabe a lo que viene y lo que le espera; sabe que ahora sí que ha llegado su hora, y que le están esperando con aviesas intenciones. Sin embargo, ese fin que le espera no logra detenerle. Es preciso que el siervo sufriente no se reserve para sí mismo la vida, sino que la entrega para darnos vida; es preciso que muera para dar muerte a la muerte. Es preciso que así sea, según las Escrituras, y se logre por medio de su sacrificio la salvación para todos. Y aquí no caben medias tintas, es el que siendo Dios se hace hombre, el que nos hace a los hombres divinos. Desde ahora, en esta vida mortal nuestra subyace una semilla de inmortalidad que nos permite vivir eternamente en el amor. Sí, paradoja tras paradoja, y luminosidad que excede nuestro estrecho modo de entender, sin las luces de largo alcance que redimensionan la oscuridad.

Y es que para reconocer al mesías triunfante, que en unos pocos días va a dar con sus huesos en el cadalso de la cruz, hace falta tener ojos para ver, y oídos para escuchar. Y este requisito ni era muy frecuente hace dos mil años, ni tampoco lo es ahora. Entrever con todo el ser este misterio paradójico del Salvador crucificado, es superar las limitaciones de un pensamiento reductor y cortoplacista, para adentrarse en la comprensión que da la fe. Seguramente la tan cacareada IA, con todo su potencial, aún no sea capaz de ese creer creando y crear creyendo de que el ser humano es capaz de Dios, de un Dios no a imagen y semejanza del hombre, sino de un Dios que se despoja de todo poder y se deja la vida amando. ¿Simple paradoja o acontecimiento salvífico y paradójico?

Una vez que Jesucristo entra en Jerusalén ya no hay vuelta atrás. Una vez que uno entra en ese modo de entender, y entendernos, a la luz de este misterio pascual, tampoco hay vuelta atrás. La verdad se hace humana y está en lo más hondo del ser humano esperando ser reconocida.

Vamos a seguir, pues, con Jesús, que entra ya humildemente en la borriquilla, sin posibilidad de marcha atrás a vivir con él, y con María, los apóstoles y sus discípulos todo lo que va a ocurrir en estos días. Por eso es santa esta semana, porque lo que vivimos nos capacita para ser santos, no por méritos nuestros, sino por la entrega incondicional y amorosa de Nuestro Señor. No hay vuelta atrás ya estamos inmersos en un tiempo de gracia extraordinario que nos conduzca, desde la experiencia de adhesión a Cristo, a la resurrección.

sábado, 5 de abril de 2025

De oídas

DE OÍDAS

A poco que uno sepa y/o haya leído, puede conocer que además del archifamoso asno que inmortalizó nuestro ilustre poeta moguereño, hay más burros que campan a sus anchas por la literatura. Sin ningún ánimo de ser exhaustivos, en la literatura clásica Apuleyo nos habla de uno que fue tan sumamente burro, que se pasó una buena temporada ejerciendo de burro sin serlo, pues se transformó en un miembro más de esa especie; y siendo burro debió de protagonizar toda una serie de aventuras. Y es que, tanto personajes como personas, puede haber por ahí sueltos que, por su poco juicio o por un obcecado comportamiento, más parecen burros que los que verdaderamente son estos particulares animalitos.

A otro equus africanus asinus, del que ya nos encontramos nosotros más cercanos, su propietario solía denominarle rucio, y que junto a su singular compañero, iban recorriendo nuestros territorios buscando aventuras con las que poder hacer el bien y dejar manifiesto su valor como caballero andante. También cierto muñeco de madera, que cobró vida por arte de la literatura, y que era proclive al crecimiento desmesurado de la nariz cuando faltaba a la verdad, se convirtió en burro capaz de seguir protagonizando múltiples burrerías, hasta que por el aprendizaje de la bondad, recuperó su anterior condición.

Y hablando de pollinos insignes, no podemos dejarnos en el tintero aquel que pasó la noche entera sin rebuznar siquiera para no despertar al niño, dormidito en el pesebre, en la noche más preciosa que ha habido nunca, cuando las estrellas brillaban emocionadas dándolo todo para expresarnos que la noche es también tiempo de iluminación y de salvación. O aquella otra burrita anónima en la que entró montado y triunfante el Señor en Jerusalén a darse ya por entero en la cruz, entre el alegre bullicio de pueblo exultante que proclamaba: "¡Hosana al hijo de David!" aquel primer domingo de Ramos, que desde entonces, no hemos dejado de revivir, reconociendo también nosotros al humilde mesías, el Salvador, montado el aquella anónima burrita.

Malo sería, por tanto, que aun conociendo con que facilidad los hombres desoyen las enseñanzas que les son dadas, terminaran asemejándose a brutos animalitos, aunque ciertamente hay cuadrúpedos que demuestran ser hasta más nobles y astutos que muchos humanos. Porque una cosa es tener orejas de burro, grandes y esplendorosas como penachos, y otra es usarlas con provecho, puesto que oigo, y lo que oigo lo escucho, y lo que escucho lo comprendo, sopeso y asimilo, para después sacar una útil enseñanza que aplico con justeza a la vida. Se podría llegar a decir que los seres humanos se vuelven burros es por propia decisión, por dejadez o por empecinada y cerril obcecación.

A Jesús se le conoce como el Maestro. De estos maestros de antes, que crearon verdaderamente escuela y discípulos, aunque no tenían pizarra a mano ni aula en que impartir su docencia. De esos maestros que no precisaron legarnos sus inigualables enseñanzas en un corpus de escritos, sino que de viva voz y de una vez para siempre hablaron, de tal manera que sus palabras permanecieron hasta nuestros días conforme al valor que se les concedía. Hoy, sin embargo, al parecer ya no se les reconoce el valor intrínseco que poseen dichas palabras, porque, salvo unos pocos que en el mundo han sido, son y serán, se prefiere el discurso falaz, anodino, soez y maniqueo, más acorde con la vida tozuda de burro humano que muchos prefieren llevar, pues se cree que escuchar y aprender está de más. ¿Aprender, qué y para qué?

El pasaje que nos presenta el evangelio este quinto domingo de Cuaresma es muy otro: tenemos al Maestro, ese que no nos dejó escrito alguno, solo sus palabras recopiladas por los suyos, que está escribiendo con el dedo en el suelo, es decir, que sí que escribía cuando se le antojaba, pero lo hacía en la arena en lugar de en otros soportes más perdurables. ¡Qué humilde receptáculo el de la tierra para merecer tan digna enseñanza! ¡Qué humildad la del Maestro, que no consideró a sus palabras merecedoras de que llegasen a los que no estaban presentes allí delante escuchándolas! ¿Qué signos trazaría? ¿Qué mensaje dejó allí escritas? Solo Dios -él mismo- lo sabe.

Lo que sí podemos saber, y no solo de oídas y leídas, sino porque en el corazón nos han quedado ya escritas muy hondamente, son las palabras que pronunció al tiempo que le presentaban una mujer sentenciada a la lapidación inmediata. Algunos querían ser más burros que cualquier bestia, y ensañarse con una mujer indefensa, porque de oídas ya sabían qué pensar y cómo comportarse: como verdaderos energúmenos. Pero Jesucristo les propuso: "El que esté libre de pecado que tire la primera piedra". Mucho se expuso ante una turba ávida de brutalidad al no darles la razón, sino a quitársela de raíz. Les pidió que antes de actuar, pensaran por sí mismos y examinaran su proceder, y no solo de oídas y cruelmente.

Una vez bien recapacitado, mira después a la persona que tienes delante y su corazón, no para condenarla con presteza, sino para compadecerte y reconocer su dignidad y su potencialidad para amar; entonces su falta será asumible y perdonable, más aún si además también tienes en cuenta las veces que el que se arroga el papel de juez implacable ha pecado también lo suyo. Juzga desde la misericordia, tal como Jesús ha venido anunciando y ahora de manera ejemplar también nos da buen ejemplo.

Por tanto, no sepas de perdón solo de oídas. La teoría y la teología están muy bien, pero para no ser un ser solo dotado de grandes orejas, sino que además le permiten a uno ir adquiriendo un verdadero aprendizaje, habrá de hacer experiencia de ese perdón que redime y restaura, de esa gracia generadora de nueva vida que nos regala una y otra vez el corazón de Jesús, que te mira con amor y te dice sencillamente "tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no peques más." Porque una cosa es creer que se sabe, porque algo simplemente se ha oído, y otra muy distinta hablar, sentir y vivir desde la experiencia fundante de haberte encontrado con Cristo, ese que iba escribiendo sus enseñanzas sobre la bendita arena. Ese que te otorga su perdón también a ti, incluso si has sido burro en alguna ocasión,

sábado, 29 de marzo de 2025

¿Y si me reseteo?

 ¿Y SI ME RESETEO?


A veces todo se nos bloquea, nos paraliza, se nos pone demasiado cuesta arriba. A veces el camino que hemos tomado no es lo que en un primer momento parecía y no nos conduce al lugar deseado. A veces cuesta encontrar sentido a lo que se vive, y por lo tanto, se va más sobreviviendo con el piloto automático, pero no con la espontaneidad de dejar al corazón disfrutar de la vida en libertad sonora. En ocasiones, también, nos faltan las palabras para expresar lo que nos ocurre, lo que nos recorre, y hasta el aliento parece que se nos agota para seguir avanzando. El que ha vivido, lo sabe.

Hay momentos especialmente tortuosos en los que lo más aconsejable es tirar del reseteo, método habitual que nos proporciona un inicio menos complicado. Volver al comienzo, desandar cuanto antes  el tramo del camino que nos conducía al abismo, y enmendar cuanto antes el trayecto.  En la existencia nos vamos a encontrar en muchos momento de encrucijada en los que no parece haber escapatoria; o decidimos tirar por un lado o por el otro o el de más allá, si no quedemos terminar por quedarnos al borde del camino. Habrá caminos de fácil recorrido y otros llenos de reveses y obstáculos. Da igual, uno ha de acertar y hacer su propio camino, el correcto. Hay caminos rectilíneos y otros llenos de curvas y recodos, con múltiples dudas y titubeos. ¿Cuál es el bueno?

El verdadero problema radicaría si nos empecináramos en proseguir por seguir un camino que no lleva a ningún sitio; no saber acertar con el momento adecuado para retroceder. De sabios es reconocer los propios fallos, y hasta aprender de ellos, puesto que lo que se va viviendo nos ha de servirnos para algo. En efecto, yo soy yo con mis circunstancias, pero también con la experiencia que acarreo. Ninguna escuela como la vida para llevar a cabo un aprendizaje veraz, contrastado y significativo. En este sentido, decía el insigne autor canadiense Roberson Davies en El quinto en discordia aquello de "lo importante no es lo que te pasa en la vida, sino lo que haces con ello".

En Cuaresma, y también en el resto del año, la palabra de Dios ha de ir iluminando nuestros pasos, nuestro vivir y nuestro avanzar recorriendo los días que nos sean dados. El evangelio de este cuarto domingo de Cuaresma es además una de las páginas más bellas escritas, al menos a juicio de Marcel Bataillon, la conocida parábola del hijo pródigo. ¡Qué bueno poder leerla de nuevo! Cabe advertir que cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia, puesto que, que sepamos, esta parábola no está basada en hechos reales.

Había un hijo que solo andaba pendiente de lo suyo, y por tanto, todo lo demás lo supeditaba a sus intereses, a la inmediatez de su capricho, pasando por encima de los otros. Le exigió a su padre anticipadamente que le diera la parte de su herencia, porque ni sabía ni quería esperar para gozar de una libertad privilegiada materialmente, para la que él no se había esforzado, pero de la que se consideraba a sí mismo con total derecho a beneficiarse. Como el padre era bueno en extremo, se la dio, y el jovencito allá que se fue a vivir la vida con total inconsciencia, pendiente solo del botellón y del disfrute. ¡Ah, amigo, hasta que el crédito se le agotó! Al mismo tiempo también la vida color de rosa. Y llegaron entonces las vacas flacas, un golpe de realidad para el que nuestro pequeño holgazán no estaba preparado. Se le vino el mundo en el que vivía al traste, pues solo era un decorado, y de pronto, sin recursos ni amigotes, desesperado, cayó en la cuenta de lo bien que le trataba su olvidado padre.

Llegados a este punto, comprendió que lo mejor que podía hacer era darle al botón de reset y empezar de nuevo. Y así hizo. Ahí estaba el padre bueno esperándole. Le dio un recibimiento a la altura del corazón del padre y de la sinceridad del arrepentimiento del hijo. Había regresado y ya había aprendido quién era él y quién le amaba incondicionalmente. ¡Esa sí que eran riquezas, y no las que había dilapidado tontamente!

Pero he aquí que el otro hijo, el calladito y obediente, el que no se había ido por ahí de parranda, era incapaz de amar a su hermano ni de saber el alcance del regalo del perdón. Al parecer, el que se cree perfecto, el que no ha pedido ni sentido el don del reseteo que te permite volver a comenzar, ese está lejos de llegar a conocer lo que es el amor del Padre, que reconcilia y restaura, el padre paciente que siempre concede una nueva oportunidad.

Por tanto, en este trayecto cuaresmal en el que estamos inmersos, déjate resetear por ese amor que reestablece, tal y como hizo el hijo pródigo. No te consideres ni perfecto ni fríamente legalista ni superior, como hizo el hermano mayor. Si puedes, empieza a dejarte transformar por ese mismo amor que no juzga, que tiene entrañas de misericordia, para empezar poco a poco a tenerlas también tú como el padre bueno de la parábola. Habrá valido la pena intentarlo, puesto que en esta vida estamos todos aprendiendo, muy especialmente los que una y otra vez nos solemos equivocar de camino, nos reseteamos y regresamos a la casilla de salida. Ahí está siempre el Padre consolador, el que te reconoce como su hijo y te muestra su amor.

sábado, 22 de marzo de 2025

De la nada

DE LA NADA


Quejarse es gratis y además cómodo. Quejarse está al alcance de cualquiera. No está de más caer en la cuenta que el que se queja está intentando echar balones fuera, como si él no tuviese responsabilidad de nada, puesto que nunca nada está como debiera: unas veces demasiado caliente, otras estará demasiado frío, otras demasiado corto o largo en exceso, unas le resultará salado y otras muy dulce; a la siguiente les resultará triste o aburrido o muy serio o poco profundo... Hacen de la queja el modo de estar en la vida, y ya de paso, siempre a los otros los responsables del fallo. Habría que revisar si ellos asumen un papel activo en la mejora, o solo desean seguir así, quejándose indefinidamente, sin aportar jamás ninguna mejora. La solución es bien fácil: hazlo tú, que eres el único que sabe hacerlo todo bien, o al menos según tu estricto gusto.  

Como todos hemos podido comprobar, la lluvia se nos ha instalado de manera reiterada en estos últimos días. Bien aprovechada puede ser una bendición. Pero del mismo modo, sabemos por los recientes sucesos que mal encauzada la abundancia de agua puede arrasar con todo, por lo que no está de mas prevenir lo que puede llegar a pasar antes de que termine por pasar. No importa si llueve poco o mucho, nos quejaremos de la lluvia como nos quejamos del frío o de calor, aunque mientras sigue lloviendo se nos estén llenando las reservas hídricas para tirar una buena temporada olvidándonos por un tiempo de los años de pertinaz sequía, contra la que tampoco tomamos anticipadamente medida alguna.

Pues Dios no es un quejica, sino justamente lo contrario, sabiéndose de memoria nuestra condición testadora, como si nos hubiese creado, se arma de paciencia infinita con cada uno de nosotros, sus hijos. Espera que queramos cambiarnos. Que tarde o tempranos abandonemos nuestra pacata autosuficiencia, reconozcamos nuestros límites y nuestros errores y volvamos a Él. Dios no se cansa de esperar, siempre nos tiende sus brazos y está dispuesto a concedernos su abrazo consolador y su ternura maternal de padre. Es esta una suerte inmensa que se nos suele pasar por alto: es todomisericordioso, inmenso amor condescendiente y comprensivo. Nos concede su perdón saliéndose de toda horma y cálculo humano.  

En medio ya de esta Cuaresma lluviosa, en lugar de quejarnos, hemos de tratar de ser más conscientes de quiénes somos y de la vida que llevamos, de reflexionar, reconocer y rectificar. Este es el tiempo propicio para reorientar el rumbo de nuestro itinerario vital. Seguir en la inconsciencia no nos va a ser de gran ayuda para sacar de lo hondo aquel que cada uno en realidad es. Podemos seguir viviendo en la superficialidad, en la prisa, el consumo y la distracción permanente, o empezar de una vez por todas a detectar que el camino emprendido no es del todo el correcto. Dios espera callado, confiado y paciente, Nunca va alterar nuestra libertad, ya que el amor jamás impone y siempre respeta al amado. Ahora puede ser la ocasión de propiciar ese encuentro y de empezar esa conversión.

En la parábola de la higuera estéril -texto bellísimo- que nos propone la liturgia este tercer domingo de Cuaresma se ilustra admirablemente esa apuesta esperanzada de Dios por nuestra conversión. No abandona la esperanza una vez más en nuestra posibilidad de cambio y conversión. Es Él el que cavará y abonará a la higuera estéril, porque está convencido que esa mal llamada esterilidad, la de la higuera y la tuya, no son irreversibles. En esta Cuaresma propicia déjate hacer por Dios, por sus manos de labrador paciente. Él pone remedio a tus sequedades, a tus necedades y ha tus sinsentidos. Si de tu profunda nada, del desierto por el que vaga tu alma, Él es capaz de generar por pura gracia nueva vida, vida abundante, como una zarza ardiente que no se consume. Su amor no entiende de esterilidades, sino de entrega para que tú vivas, y aciertes a dar el precioso fruto de tu plenitud.

Sé higuera amada y cuidada con esmero por Cristo jardinero. Y entonces, en lugar de la queja, aunque no pare de llover sobre mojado, en tu ser brotará un agradecimiento desbordante, porque el Señor anda haciendo en ti maravillas. Y por ello no podemos dejar de exclamar:

Hoy que sé que mi vida es un desierto,
en el que nunca nacerá una flor,
vengo a pedirte, Cristo jardinero,
por el desierto de mi corazón.

Para que nunca la amargura sea
en mi vida más fuerte que el amor,
pon, Señor, una fuente de alegría
en el desierto de mi corazón.

Para que nunca ahoguen los fracasos
mis ansias de seguir siempre tu voz,
pon, Señor, una fuente de esperanza
en el desierto de mi corazón.

Para nunca busque recompensa
al dar mi mano o al pedir perdón,
pon, Señor, una fuente de amor puro
en el desierto de mi corazón.

Para que no me busque a mí cuando te busco
y no sea egoísta mi oración,
pon tu cuerpo, Señor, y tu palabra
en el desierto de mi corazón.

sábado, 15 de marzo de 2025

En carne propia

 EN CARNE PROPIA


Por si alguien aún no se ha enterado, este viernes pasado hemos asistido a un acontecimiento sideral de consideración, o al menos de cierta relevancia, y del que en general se han hecho eco todos los medio: la luna llamada de sangre, porque un eclipse casi completo de luna era bañada por el reflejo rojizo del astro rey. Este hecho para unos será algo anecdótico y pasajero, para otros una manifestación de la exactitud y precisión de los movimientos celestes, y para otros un signo astrológico que requiere una transformación en nuestros periplos existenciales. Allá cada uno con lo que entienda y después haga con ello.

Lo que es claro es que lo de siempre, el satélite terrestre, ha adquirido una apariencia extraordinaria debido a que la luz incidía en ella de manera diferente. No se ha transformado, pero parecía haberse transformado por medio de la luz que reflejaba. La luz bajo la que contemplamos los objetos, las personas, las emociones, pensamientos y hechos, es decisiva en la manera en la que percibimos y entendemos. De ahí la hermosa etimología del verbo especular, esto es, llevar luz hacia algo mediante el espejo. Pues sin luz no vemos ni entendemos. Precisamos la luz para descubrir lo que tenemos delante. A veces, como seres inteligente que somos, podemos llegar a ver y entender también a la luz de las palabras, leídas o escuchadas. Hay por tanto una luz que ven los ojos y otra que descubre la razón. ¿No habrá también una luz que logre esclarecer las cuestiones del espíritu? 

Pero no solo eso, la experiencia también ha de iluminar nuestro saber de las cosas del mundo. Que vivir vaya produciendo en cada uno de nosotros una luz dentro, una certidumbre, un hacerse cargo, un descubrimiento existencial que nos sirva para señalar los derroteros de nuestro peregrinar no siempre por cañadas suficientemente claras. En estos días nuestro centro escolar ha tenido que pasar por una situación muy dolorosa que a todos nos está afectando. Tratamos de darnos aliento los unos a los otros, pero nos falta capacidad para encontrar el sentido al sinsentido de lo terrible, que de modo totalmente imprevisible nos golpea de manera decisiva. Se nos cierra entonces el horizonte, porque la luz en la que nos manteníamos seguros de repente se mengua y hasta se nos apaga. ¿Dónde buscar cierta claridad? ¿Podemos mirar más adentro y encontrarnos algo a lo que aferrarnos para no sucumbir a la desesperación? Tal vez sea posible si lo intentamos. Contamos con el apoyo y el afecto de los que nos lo muestran, están ahí y nos acompañan. También algunos tenemos fe, y esta, si es firme, también nos conforta.

Jesús, con tan solo alguno de sus discípulos, asciende a una montaña, lugar al que hay que llegar mediante un ascenso que requiere trabajo, Abajo deja la vida ordinaria, los afanes y preocupaciones que nos tienen ocupados a diario. Sale de la normalidad y se sitúa en otro nivel, más elevado y que permite tener otra perspectiva. La dimensión espiritual, intrínseca del hombre, no anula ni la luz de los sentidos, ni los sentimientos y emociones, ni la razón, pero amplía la capacidad de comprender sin comprender, confiar, aceptar y amar, también en el dolor.

Jesucristo en este evangelio de la segunda semana de Cuaresma se transfigura delante de los íntimos. Aparece resplandeciente como quien realmente es: ser humano y ser divino aunados a la perfección, integrados de tal manera que no puede ser el uno sin el otro. No precisa la luz del sol; no asume una singular apariencia como la luna de sangre, no, es él mismo el que muestra su propia luz a los que le acompañan.

En esta camino que nos lleva a la pascua, hemos de descubrir también en carne propia esa doble condición que Cristo nos descubre. Somos de Cristo y hemos de reproducir esa misma condición, material y espiritual, pues por el bautismo nos hemos injertado en Él. Somos ya seres espirituales (a la vez que materiales) y participamos de su victoria sobre la muerte, es decir, resucitamos también con Él, pues nos entrega su vida. La vida no acaba con la muerte, la vida se transforma y se convierte en vida eterna.

No veamos solo con los ojos. No veamos solo con el entendimiento, sino más bien, entendamos con el espíritu que durante esta vida hemos de ir transformándonos espiritualmente, no quedar reducidos meramente al cuerpo material, sino saber que podemos transfigurarnos empezando por ver y entender al que hoy se nos transfigura en lo alto del monte Tabor, el Transfigurado, el Cristo, el Señor. Hoy se nos invita a contemplarlo en la divinidad de su carne y de su cuerpo, y ha escucharle como el Hijo de Dios viviente. A dejar que su palabra de vida nos transforme. No se me ocurre mejor modo de proseguir este camino cuaresmal que iniciamos ya en el desierto de las tentaciones, del vacío y de la desesperación. Ascendamos con Él a la montaña. Abrámonos a la experiencia de su amor incondicional y salvador. Tal vez ahí están las respuestas y el consuelo.

Sí, hemos de experimentar en carne propia esa transfiguración espiritual necesaria para desplegar nuestra condición humana de manera completa y atrevida. Hemos de subir de nivel, dejar que su gracia nos vaya trasfigurando para ser más humanos y más divinos, más corporales y espirituales. Para nosotros es enormemente difícil, pero no para Dios. Avancemos, que el Espíritu actúe entonces en carne propia, que vaya manifestando quienes realmente somos, como Jesús se nos muestra hoy.

sábado, 8 de marzo de 2025

Arenas movedizas

 ARENAS MOVEDIZAS

Decir que vivimos en una sociedad anestesiada, es una obviedad, y por tanto aporta más bien poco y además a pocos; pero no está de más volver a recordarlo una vez más. La realidad no es tal como la entendemos, sino mucho más amplia y compleja, por lo que para no calentarnos mucho la cabeza, terminamos reduciendo el mundo entero a nuestro pequeño mundo. Así, al menos, es más comprensible y manejable y podemos movernos en esa realidad reducida con cierto dominio de la situación. Lo malo es que después, para salvaguardar nuestro perímetro de control, procedemos a levantar una pantalla o un férreo muro que impide que prácticamente nada ajeno entre en nuestro recinto de lo que consideramos admisible, y al mismo tiempo, que tampoco nuestras vidas se expandan y contribuyan al bien común del resto de los mortales. Nos privamos y les privamos de nuestra aportación personal, y con ello, poco a poco y sin darnos apenas cuenta, vamos a ir languideciendo porque, el aire no corre con la debida frescura, esa que nos obliga a transformarnos y estar a la altura del presente.

A pesar de este reduccionismo autoimpuesto, tantas veces aferrado a lo más superficial y anodino, necesitamos de los otros y del bullicio para poder evitar como sea esa soledad radical que nos constituye. Pavor nos da muchas veces quedarnos a solas con nosotros mismos, bucear en nuestra fundamental esencia, nuestra realidad radical, y por ello haremos lo que sea por distraernos, evadirnos y escamotearnos de plantearnos en serio nuestra propia identidad. Así que como podamos iremos tirando y eludiendo conocernos y aceptarnos. Lo fácil es estar entretenidos, desentenderse y mirar para otro lado.

¿Quién en su sano juicio va a salir del terreno seguro para ir adentrándose en tierras inhóspitas e inseguras? ¿Acaso somos nosotros como aquellos conquistadores que surcaron lo desconocido por amor a la aventura? Aquí, aunque reducido, pisamos suelo firme, pero ¿quién sabe si más adelante no haya arenas movedizas, esas que, como hemos visto en tantas películas, primero te vas hundiendo y luego, según te mueves intentando escapar, te hundes ya sin remedio, puesto que no hay dónde aferrarse, hasta que terminan por hacerte desaparecer del todo en ese descenso irrefrenable y desesperado a lo desconocido. Mucho mejor quietecitos en el sillón, rodeados de cuanto necesitemos y muy cómodamente instalados en nuestras arenas movedizas imperceptibles.

Pues bien, la Cuaresma va justo de todo lo contrario. Se trata de salir a la intemperie; quitarse de todo parapeto protector, atreverse a escapar de ese recinto enclaustrado al que hemos acabado por acostumbrarnos; exponernos. ¿Algún voluntario? ¿Algún buscador? ¿Es que no quedan valientes decididos que amen la aventura y el riesgo de vérselas a solas consigo? Es mejor seguir amodorrados, aquí cómodamente instalados al menos hasta que llegue lo inevitable, y ya veremos entonces por dónde lo sorteamos.

Para empezar a horadar en esa muralla pseudoprotectora cabría preguntarse: ¿Dónde pongo yo mis seguridades? Ahora tocaría tratar de responderse. ¿En los amigos? ¿En la familia? ¿En el trabajo? ¿En la diversión? ¿En las posesiones? ¿En los placeres materiales? ¿En el dinero? ¿En el poder? Jesús, tras su bautismo fue llevado por el Espíritu al desierto, a vérselas consigo, a desprenderse de toda comodidad y cobertura, a encontrase solo, débil y desprotegido, y allí, solo en lo profundo del desierto, es donde hace su aparición el temido tentador. ¿Nos dejamos llevar nosotros por ese Espíritu indómito?

Entonces, si nos adentramos en el desierto de lo desconocido, las supuestas arenas movedizas pudieran empezar a tragarnos y es en ese momento de prueba en el que puede aflorar la consistencia que nos salva de la zozobra existencial. Es ahí donde hemos de permanecer seguros en la palabra y el espíritu de Dios, Él es nuestra roca firme. Nada hemos de temer, Él nos protege y acompaña. Segura es la victoria ante cualquier acechanza del enemigo. Cristo pasa las pruebas consecutivas, a pesar de que el demonio trata de atacar por los lugares más expuestos: la propia identidad de Jesús, la fácil idolatría o la confianza firme en la voluntad del Padre. Nada puede con sus artimañas y ha de retirarse hasta otra ocasión en la que de nuevo será vencido. Y es que Con Dios, y Jesucristo, que es el que es, nunca puede vencer. En Él radica también nuestra victoria.

Si salimos de la tentadora muralla en la que solemos refugiarnos de lo real, tan temido, y atravesamos las arenas movedizas necesarias para encontrarnos de lleno con nosotros y con el Dios que vive y mora en el interior de cada ser, habrá sin duda alguna ocasión de ser tentados. Estemos seguros en el evangelio, atentos, confiados en la ayuda de Dios y de la Virgen María de la Providencia: nada hemos de temer entonces. La lucha está asegurada si te internas en el desierto cuaresmal, pero también la victoria. Uno no vuelve del desierto igual que entró en él, ahora es más auténtico, más sí mismo y más iluminado. Su mirada, su corazón y sus palabras lo delatan, pues ya conoce en mayor grado la verdad que Dios le ha revelado allí, en lo profundo de su soledad sonora.

sábado, 1 de marzo de 2025

El verdadómetro

EL VERDADÓMETRO


"Ser o no ser" decía el personaje de Shakespeare cuyo nombre da título a su famosa tragedia. Y es que ese es el gran dilema al que hemos de enfrentarnos los humanos. No exclusivamente se trata de dilucidar si vivir o no vivir, sino también queremos interpretarlo referido a cómo vivir logrando ser nada más y nada menos que uno mismo. Puede parecer que poco a poco nos hemos acostumbrado a vivir bajo la sombra de la ausencia de la verdad, y así, nuestras vidas van transcurriendo a tientas, en un entorno más de apariciones fantasmagóricas, pero irreales. ¿Somos nosotros mismos también lo que deberíamos ser o meramente bocetos con tan solo una insustancial apariencia? ¿De dónde sacar (y cómo) esa identidad profunda que cada uno lleva consigo?

Son estos días anteriores a la Cuaresma, y por ello, estamos de lleno metidos en los vaivenes frenéticos del carnaval. Se abre, por tanto, el baile de máscaras, y cada uno puede fingir que es el que no es realmente. La máscara lo aguanta todo, lo oculta todo y lo permite también todo, porque ya no se puede distinguir quién es quién. Curioso desliz permitido previo a tener que vérselas con la cruda realidad de nuestra condición limitada, con la verdad tal cual es, monda y lironda. Aunque tal y como están hoy las cosas, bien podríamos llegar a pensar que el tiempo de fingimiento y evasión no se reduce solo al propio del carnaval, sino que la ocultación tras la máscara se extiende ya al año entero. Y ese es el peligro: asistir, sin más, complacidos a la ceremonia de la confusión. ¿O es que la verdad asoma ocasionalmente por parte alguna? ¡Qué pocos son los que aún buscan y detectan lo auténtico como forma radical de vida! ¿Cómo puede ser esto posible? ¿Es que el vivir engañado puede satisfacer a alguien?

Precisamos caer en la cuenta de que sólo la verdad nos hace libres, y que, por tanto, el engaño, tanto a uno mismo como a los otros, nos esclaviza por completo. Dejemos la farsa exclusivamente para la fiesta y el contexto del carnaval, sin llegar nunca a perder esa verdad existencial que el poeta nos invitaba a buscar conjuntamente: "Tu verdad, no, la verdad. Y ven conmigo a buscarla". Huyamos de la superficialidad y atrevámonos a descubrir quiénes somos quitándonos todas las capas de máscaras que nos hemos ido interponiendo para ocultarnos el propio rostro.

En este domingo VIII de tiempo ordinario la propuesta de las lecturas van por ahí: dejar remansarse las aguas y alcanzar la necesaria transparencia para ver el fondo, empezando por el propio, y después también el ajeno. El Sirácida o Eclesiástico nos invita a no juzgar sin haber escuchado antes, porque a través de las palabras se puede descubrir lo que anida en el corazón humano. Y es verdad que al sincero se le nota, y también al que miente se le coge rápido; aunque a veces no con las manos en la masa o con la palabra en los labios, sino cuando ya se ha salido con la suya mediante el engaño. ¡Ojalá tuviésemos un discreto aparatito o aplicación utilísima en el móvil para detectar al que falta a la verdad! Acaso sí  podemos llegar a tener ese excepcional detector de engaños con el que, tan solo aprendiendo a reconocer lo cierto frente a la vulgar e interesada mentira, parar a tiempo el tejemaneje de la farsa. Al mentiroso se le ha de reconocer, al menos en las distancias cortas. No nos dejemos embaucar por el primero de turno, no prestemos atención tan solo a lo aparente. Descendamos a lo que subyace bajo toda manifestación.

Pero no solo por las palabras salen a la luz aquellos que dicen la verdad de corazón o los que faltan a ella con total descaro. Sobre todo, es a través de los hechos como se demuestra el bien, la verdad y la bondad de la persona. Es Jesús el que nos indica que ahí está la prueba del algodón: por los frutos que confirman las palabras dichas. Nos dice que "El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón, habla la boca". Así, pues, empecemos por cuidar nuestro propio corazón, luego nuestras palabras y finalmente nuestras obras; que no hagan daño, ni discriminen ni ofendan, sino que ayuden, sirvan y promuevan la justicia y la misericordia del Reino de Dios.

También nos advierten del "punto ciego" o "ángulo muero" que podemos tener en nosotros mismos sin saberlo reconocer. Y es que hay una parte de nosotros que cuesta lo suyo afrontar, sanar y asumir, aunque es preciso aprender a conocernos a fondo para que la verdad sobre nosotros mismos pueda ser lo más completa posible; sin subterfugios, sin engaños y sin esos insospechados "ángulos muertos". Cuidado, pues, con ver la mota en el ojo ajeno y no la viga que tienes en el tuyo. ¿Te crees mejor? ¿Te consideras perfecto? Pues más bien nos queda a todos mucho trecho por hacer. Empieza a ver eso que no sabías de ti, aunque duela reconocerlo. Ese, y solo ese, es el camino del evangelio, el del desenmascaramiento progresivo, el del verdadómetro que debes empezar a aplicarte a ti antes de proyectarlo a la ligera sobre los demás.

Mucho ánimo, que según es asentada costumbre, tras el carnaval llega el tiempo del desierto que es la Cuaresma, donde toca hacer ese ímprobo trabajo de autotransformación y crecimiento. Empieza por ti, Dios te ayudará en la tarea.

sábado, 22 de febrero de 2025

Locos de atar

LOCOS DE ATAR


Nuestro idioma es de una riqueza admirable. Podríamos estar semana a semana en este blog tirando de frases hecha, de etimologías curiosas y de significados sorprendentes, y no se nos agotarían. Las lenguas son un recurso valiosísimo para entender y configurar la realidad, para poder comunicarnos los unos y los otros, y hasta para crear mundos maravillosos a través de las palabras. Apalabramos el mundo, y por así vamos convirtiéndolo en un cosmos bello, comprensible y, al mismo tiempo, habitable. Por ejemplo, la expresión de la que nos servimos hoy para dar título a esta entrada: un loco de atar es aquel al que hay que sujetar porque hace cosas que nos parecen una auténtica locura. Hay que prevenir, porque o le atamos o nos la termina preparando. 

Y es que el evangelio de este domingo VII de tiempo ordinario es una maravillosa y divina locura. La novedad del evangelio que proclama Jesús y que lleva a su total cumplimiento con la entrega de la vida, es la más bella de las locuras: amar sin medida. Absténganse, por tanto, los moderados, los prudentes y sensatos en demasía, los políticamente correctos, los bienpensantes, los tibios, los que solo saben reproducir lo que han visto, sin llegar a plantearse que además puede haber otro modo mejor de hacer las cosas. Absténganse, por lo que más quieran, los que tienen pánico a su propia libertad y a tratar de lograr ser más conforme a la verdad. Ninguno de los citados anteriormente van a estar de acuerdo con las incendiarias palabras de Jesús, el Hijo de Dios vivo. Son oro.

Solo de aquellos que leen las palabras de Jesús, y tratan además de cumplirlas, podemos decir con decisión que son los están tan locos de atar como su maestro. ¿Cómo va ser posible vivir con tan descabelladas ideas? ¿Cómo vamos a guiarnos por las siguientes orientaciones que Él nos propone?

- "Amar a vuestros enemigos".

- "Haced el bien a los que os odian".

- "Bendecid a los que os maldicen".

- "Orad por los que os calumnian".

- "Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra".

- "Al que te quite la capa, no le impidas que se lleve la túnica".

- "A quién te pida, dale".

- "Al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames".

Y añade además esta máxima: "Tratad a los demás como queréis que ellos os traten". Es decir, lo mismo, exactamente lo mismo a los demás que a mí: misma dignidad, , mismos derechos, mismo trato, misma exigencia. Ni más ni menos.

Así pues, según esta ley de humanidad que Jesús nos propone, hemos de tratar a todos como nos gusta que nos traten también a nosotros. No tengamos dos varas diferentes de medir. Lo que no vale cuando nos lo hacen a nosotros, tampoco ha de valernos para los demás. Trata de ser fraternos con tus semejantes. No escatimes tu bondad, tu amabilidad, tu cordialidad, tu servicio y comprensión para tus hermanos, especialmente con los que más lo necesitan.

Seguir a Cristo supone negarse a uno mismo por amor; consagrarse al bien de todos antes que el propio; sacrificarse por los demás, amándoles con el mismo amor de Dios. Locura superlativa, excelsa y absolutamente maravillosa. Seguir a Cristo es en verdad muy difícil, supone ir superando el egoísmo que nos corroe, porque se descubre que la mejor manera de vivir es amando y perdonando a todos. ¿Es esto posible para los hombres? Decididamente sí, con la gracia de Dios. Ahí tenemos a los santos, que supieron configurarse con ese amor y acercarse mucho al modelo de entrega amorosa por todos que es Jesucristo.

La locura de atar está servida, queda dicha. Es necesario y urgente que se extienda por doquier esta deliciosa locura que vuelve a los hombre tan buenos que algunos incluso llegarán ser calificados de tontos perdidos. Es igual, estos locos más que de atar, son de soltar, porque no tienen peligro alguno. Y sin embargo, los bien considerados, los que se creen poseedores de una gran cordura según el mundo mezquino, interesado, materialista, egoísta e individualista, esos sí que son realmente peligrosos, pues destruyen al hombre a las primeras de cambio. Y estos son los que campan a sus anchas y arruinan nuestro mundo.

Si he de elegir, prefiero ser un loco de atar por el evangelio, que un cuerdo de cuidado, porque ha asumido sin piedad y sin conciencia alguna, eso de que el hombre es un lobo para el hombre, empezando por ellos mismos. Mientras los primeros solo tienen hermanos y amigos con quien compartir su vida generosamente, los otros son enemigos de todos, incluidos de sí, porque malogran su propia vida deshumanizándola totalmente.

Haz lo que está bien, y si está bien, hazlo bien, con gozo y con largueza. Es posible que te califiquen de loco o de tonto. No te importe demasiado; tú estarás siendo tú, más libre y feliz viviendo el evangelio sin medias tintas. Con eso te bastará. Otro puede que además te llame bienaventurado, dichoso, feliz para siempre. Y ese es el que no se equivoca y cumple, además, aquello que promete.

sábado, 15 de febrero de 2025

Nuestra esperanza no defrauda

NUESTRA ESPERANZA NO DEFRAUDA


El mundo no está hecho para acomodarse a las complacencias de cada uno. Eso de siempre lo supo el ser humano, aunque bien nos gustaría que la realidad se dispusiera a nuestro particular antojo. Hay quienes habiéndose educado en un ambiente de sobreprotección y absoluto consentimiento, exigen que todo se ajuste a su capricho. Son los comúnmente conocidos como malcriados. ¡Ay del que le toque aguantar a uno de ellos!. Pero, al final, tanto para los sufridos como para los mal acostumbrados, la realidad siempre termina por imponerse, y no cabe otra que ir adaptándole a lo que hay. Quiera uno o no las cosas son como son casi irremediablemente.

Pero, por favor, que no cunda el desánimo. Es verdad que si nos fijamos un poco en todo el mal que anda pasando por doquier, es para venirse abajo. Egoísmos, malversaciones, incomunicación, violencia, engaños. Viendo sin vendas ni tapujos la realidad, podríamos suscribir de pe a pa aquel soneto de nuestro D. Francisco de Quevedo: "Miré los muros de la patria mía..." ¡Cuánta vileza puede llegar a dar de sí el ser humano y cuántas penurias! Es preciso poner freno al mal, por lo menos a todo el mal que cada uno de nosotros puede causar, y empezar justamente a sustituirlo por todo lo contrario: el bien y la bondad.

En esto Dios no se cansa de recordarnos que hemos de actuar siempre en conciencia, dando y favoreciendo la vida, en lugar que ir contra el hombre y lo creado. ¿Vamos a seguir siendo unos destructores del mundo y todo lo que contiene o por contra empezaremos a regenerar este maltrecho mundo? ¿Para cuándo lo vamos a dejar? Para seguir como estamos, lo mejor será desterrar definitivamente a Dios y al evangelio; desconocer por completo el mensaje de justicia y concordia que nos propone Jesús, no sea que recapacitemos y nos dé por impulsar acciones tendentes a salvar a tiempo nuestra humanidad y la a Humanidad.

Tal vez todavía algo cabría hacer para recuperar la esperanza y seguir tratando de mejorar todo aquello que está en nuestra mano realizar para lograr que este mundo sea más humano y apacible. Veíamos la semana pasada como nuestro colegio se ha movilizado a base de bien en la campaña de donación de sangre. Hemos de reconocer y agradecer a todos los que se han sentido involucrados el notable éxito de generosidad y gratuidad, porque donar sangre es donar vida y se Providencia ¡Qué pocas acciones podemos hacer más hermosas que posibilitar recobrar la salud a los enfermo! O también la cantidad de voluntarios empeñados en ayudar a las víctimas de las recientes inundaciones. No todo está perdido. No nos podemos dar por vencidos y quedarnos con los brazos cruzados.

Mientras unos re resignan o se repliegan mortalmente sobre sí mismos, otros son capaces de confiar no solo en sus capacidades, sino en las de los otros y en las del Otro, ese ser infinitamente cercano que llamamos Padre nuestro. Todo es aún posible, porque no podemos descartar el poder de los pequeños gestos que transforman el mundo; de todos esos pequeños gestos que tú y yo, fundidos en un esperanzado nosotros, somos capaces de ir realizando, como la gota que en su reiteración termina por horadar la dura roca. Aún menos podemos descartar el poder de la intervención de Dios que se vale de los sencillos para ir fermentando el Reino de los Cielos.

Jesús en el evangelio de este VI domingo de tiempo ordinario nos lo muestra con manifiestas claridad y belleza en el discurso de las bienaventuranzas. En eso que que Quevedo ve derrota, Jesús esperanzado ve el germen imparable de la acción de Dios. Los excluidos y sufrientes nos están llamandoa una transformación esperanzada. A protagonizar eso buenos gestos que anticipan ya el Reino. la resurrección está en marcha, porque la esperanza nos capacita para afrontar las dificultades. Es la fuerza de Dios, su gracia la que nos libera y nos convoca a vivir en un amor confiado y esperanzado. Él cuenta con nosotros si nosotros también contamos con Él. 

Así como si de un ciclo virtuoso se tratase, la fe lleva a la confianza y la confianza en el bien, en el amor de Dios, en el valor de lo menudo, nos lleva a la fe. Una fe esperanzada, asimismo, nos permite escuchar al otro, a contactar con su intimidad vulnerable (semejante a la de cada uno) para ser agentes de transformación. Empieza por ti mismo, empieza por cambiar los deseos de tu corazón y tus obras, para seguir cambiando, al mismo, tiempo tu entorno, tus relaciones y tus acciones.

Estamos en pleno jubileo de la esperanza. El papa Francisco nos invita en su bula Spes non confundit, a ser peregrinos de esperanza, a cambiar profundamente la mirada, a no caer en la tentación de creer que el mal se va a salir con la suya, a atrevernos a, con la fuerza de Dios, unirnos comunitariamente en la misma tarea compartida, libre y responsable de hacer posible un mundo mejor. Avivemos nuestro corazón y el de nuestros semejantes. Empecemos a vivir ya desde lo que esperamos. El mundo no puede ser abandonado a su suerte, porque nuestra pasividad termina siendo cómplice de esa deriva fratricida. Seamos fermento jubiloso de esperanza, porque Dios está con nosotros y este es ya tiempo de resurrección. Las bienaventuranzas nos lo están anunciando, participemos de esa bienaventuranza que es ser en la lógica del encuentro y del don.

sábado, 8 de febrero de 2025

Contrastes

CONTRASTES


Lo idéntico termina por no poder percibirse. Para que el ojo humano, o cualquier otro sentido, distinga algo, debe haber algún cambio necesariamente. Esa alteración que si capta la atención podrá ser más leve o más drástica. Cuando se da una variación muy pronunciada, podemos hablar de que se produce un marcado contraste, y por ello, se hace fácilmente perceptible. De ahí que haya animales que han desarrollado la extraordinaria habilidad de camuflarse para no ser vistos por sus múltiples depredadores. No destacar; mimetizarse de tal modo que nadie pueda detectar que estás; prácticamente haber logrado la invisibilidad.

No solo ocurre esto en lo que percibimos sensitivamente, también cuando recopilamos datos y se detecta que se producen tendencias mayoritarias, surge algún que otro dato muy dispar; observamos que contrasta con el resto. Los analistas suelen descartarlos de antemano por no considerarles demasiado significativos para el estudio que andan llevando a cabo. Distorsionan y entorpecen más que aclaran. Son solo contadas excepciones.

El ser humano que llega a tener experiencia fehaciente de la divinidad, percibe la enorme diferencia entre sí mismo y ese ser transcendente con el que ha entrado en íntima relación. Lo primero, si tiene ese privilegio inmenso, constata la validez absoluta de esa experiencia que ya jamás podrá olvidar, pues se trata de una experiencia fuera de lo común, mucho más real que todo lo vivido. Inmediatamente después es consciente del contraste inmenso que media entre nuestro ser tan imperfecto y el ser de Dios, esencia pura en nada alterada. Se siente indigno de encontrarse ante Él. En definitiva, alguien con experiencia de Dios queda transformado y ya no puede seguir siendo como antes de haberle sucedido. Justamente aquello que descartaban los analistas de información por irrelevante, aquello que marca la diferencia, que acaece rara vez, es en realidad para identificar la verdad intangible de lo que uno en realidad es.

Del mismo modo que el místico constata el contraste entre la divinidad y él, y por tanto, se ve, se siente, percibe y concibe mucho más en realidad tal y como se es, pues ha sido contemplado por el que es; también empezará a verse como más semejante a todos, a sentirse más cercano, más próximo a sus semejantes, y ya nada de lo humano le resulta ajeno.

En todas las lecturas, absolutamente extraordinarias, de este V domingo de tiempo ordinario se nos presenta esta misma excepcionalidad que marca el contraste entre el obrar meramente humano y el obrar distinto del hombre cuando se ha puesto a merced del Dios vivo. Primero el profeta Isaías que pasa de la incapacidad por motivos de impureza a la capacitación y plena disponibilidad para aquella misión que el Señor quiera encomendarle. Después, en el salmo 137, el salmista explica su disposición a tañer agradecido para el Dios que le ayuda en todo momento. Ojalá nuestras vidas sonaran a ese agradecimiento mantenido y hermoso en sí mismo, como una bella canción única e irrepetible.

También San Pablo en primera de Corintios expresa el sentimiento de reconocerse indigno ante el Resucitado que ni siquiera siendo uno de los Doce, sino precisamente un perseguidor de cristianos, le ha elegido a desempeñar la contraria, anunciar a los gentiles la vida que da Jesucristo vivo. Menudo contraste el que se produce en San Pablo mediante su conversón, como de la noche al día. Tan solo pasando por la conversión se puede llegar a la misión.

Y en el texto del evangelio es Pedro el que cuando realiza lo mismo que acababa de hacer, intentar pescar algo inútilmente en el mar de Galilea, pero de nuevo y según le pide Jesús, el resultado es completamente distinto: de no pescar nada a una pesca milagrosa, sobreabundante, inexplicable. Nada que ver cuando uno se basta a sí mismo, se cree autosuficiente, que cuando uno tan solo se sabe engranaje en el plan grandioso de la obra de Dios. Ahí ya no cuenta el mérito ni el logro personal, ahí lo asombroso es la grandeza de la humildad, la capacidad de servicio, la fidelidad y el compromiso, el contraste que acontece cuando le dejamos hacer a Dios en nuestras vidas.

Esta es la diferencia que, aunque no se aprecie a juzgar precipitadamente y desde fuera, logrará que lo ordinario sea extraordinario, que todo revele su propio sabor y sus matices, porque está bien que así sea: que halla vida divina en uno mismo, armonía, acuerdo e ilusión. Dios no iguala, unifica y anula la diferencia ni en el sentir ni en el pensar, pero logra que la diferencia y el contraste sean conciliables y necesarios en la singularidad de lo real, porque como un canto ensalza la grandeza del que magistralmente todo lo creo y lo sigue propiciando sin fin.

Cada uno de nosotros cuenta, nuestra diferente identidad aporta en el plan salvífico de Dios. Siéntete llamado, con tus miserias e imperfecciones, al plan que Dios ha dispuesto para ti. Es el momento de dejar las barcas y las redes y seguirle adonde él quiera, adonde el nos necesite. Seamos Iglesia; hagamos Iglesia, seamos misión. Él sabe bien lo que hace, nosotros no.

domingo, 2 de febrero de 2025

Hasta la victoria final

HASTA LA VICTORIA FINAL


Podemos afirmar que estos son tiempos difíciles. Tampoco han debido ser fáciles otros pasados, ni lo van a ser casi seguramente los venideros. Esto es lo que hay: siempre se debe afrontar, encajar y tratar de superar aquellas contrariedades que la existencia nos va deparando. Aquí nadie se queda indemne, pues vivir debe afectarnos y por esto hemos ir aprendiendo a salir adelante, si es posible mejorados y con la mochila de recuerdos, experiencias y aprendizajes bien repleta. Si además has logrado estrechar buenos vínculos y preciadas amistades, entonces el trayecto vital ha sido, sin duda, bien ejecutado, adquiriendo en él ciertas maestría y sabiduría.

Tal vez las generaciones actuales, en su gran mayoría, han sido y son sobreprotegidos por sus padres, y por ello se encuentran en peor disposición para llevar a buen término su peripecia vital con audacia. En cualquier caso, las experiencias previa no deben determinar ni anular nunca la actitud libre con la que uno decida vivir. Es decir, que lo vivido marca e influye, pero jamás anula nuestra responsabilidad para interactuar con la realidad que se nos presenta.

Winston Churchill tampoco lo tuvo fácil, más bien le tocó enfrentarse a una situación endemoniadamente hostil, pero fue capaz de mantener la confianza plena en el triunfo último de la verdad y el bien, incluso en las más adversas circunstancias. Se dejó la vida en ello, y fue el gobernante que dijo que había que ir de derrota en derrota hasta la victoria final. Y es que en algunas ocasiones, uno ha de mantener la dirección correcta sin variarla ni un ápice, a pesar de que la decisión no sea del agrado de todos, cuando uno sabe que ha de actuar así, con arrojo, valentía y decisión, porque acaso tiene más amplitud de miras que el resto. No es locura, a veces se trata solo de mantener la sensatez.

Estamos acostumbrados a lo inmediato y a lo exclusivamente evidente. Y salirse de este minúsculo alcance nos cuesta horrores: ni miramos a medio o largo plazo, ni juzgamos tampoco más allá de las apariencias o de los intereses personales. ¿Cómo pues vamos a apostar por la esperanza contra toda esperanza? ¿Cómo vamos a ser capaces de un mínimo pensamiento utópico y transformador? ¿Dónde quedaron pues los grandes hombres movidos por ideales y una voluntad férrea? ¿Se extinguieron ya los héroes definitivamente? No, cada uno de nosotros está llamado a serlo. A presentar batalla y no dejarse vencer así por las buenas por un mundo cada vez más deshumanizado.

La Iglesia universal celebra este 4º domingo de tiempo ordinario, pasados cuarenta días de la Navidad, la solemnidad de la presentación del Señor en el templo y de la purificación de María, esto es, la fiesta de las candelas o de la Virgen de la Candelaria. Se presentan sus padres con el niño primogénito en brazos en el templo para cumplir lo que marca la ley mosaica, y allí hay un anciano y una anciana, Simeón y Ana, que reconocen que ese bebé es el Salvador, luz y esperanza de los hombres. Saben y proclaman su victoria. No puede ni podrá con Él ni el mundo ni el mal, ese niño es el mesías esperado y suya será la victoria final y definitiva. Los demás no aciertan a verlo, tan solo los dos ancianos que llevaban una larga vida piadosa. ¿En qué se basan para hacer semejante vaticinio? ¿No es muy arriesgado no limitarse a lo real sin más, en lugar de descubrir unas posibilidades insospechadas en un ser completamente normal a juzgar por su apariencia? ¿Qué tipo de victoria luminosa anuncian?

Esto de ganar o de perder no es tan simple como se cree. No es ganar como se hacer en los videojuegos dejando malparados al resto. No es quedar por encima de los otros habiendo un solo ganador y el resto perdedores. Hay quien pierde para que los otros ganen. Hay victorias sobre uno mismo, que en definitiva son de las pocas gloriosas, aunque no se comenten. Ojalá aprendamos a dejarnos ganar por el que vence con amor al mundo, en lugar de tratar de ganar como lo en tiende el mundo, pasando por encima del resto.

Necesitamos urgentemente recuperar esa capacidad de no resignarse a ser meros receptores pasivos de lo real; a terminar siendo anodinos porque solo entendemos la vida de manera extremadamente aburrida. ¿Cuándo entenderemos que en lo cotidiano puede suceder lo extraordinario? ¿Cuándo abriremos los ojos y el corazón de par en par para descubrir cómo se sirve Dios de la normalidad para propiciar nuestra total liberación? Ese bebé que traen el brazos sus humildes padres es la luz que necesitamos y que evitará que no veamos la realidad tal y como está transida de gracia.

Por ello, como dijo el poeta metiéndose a profeta, que por improbable que parezca nada habrá sido soportado en vano, sino que habrá que confiar la fuerza inmensa del pequeño brote, y que en sí lleva la grandeza de un árbol enorme.

POR IMPROBABLE QUE PAREZCA

 

No desdeñes la fuerza incipiente con la que empieza el brote,
no vayas a caer en el mismo error de los que antaño sucumbieron
por no llegar a apreciar debidamente lo extraordinario
en lo que se suele pasar inadvertido.
Goliat se sabía ducho en mil batallas,
sobrado en el ejercicio de la violencia feroz e implacable;
pero surgió alguien que no parecía más que un débil muchacho,
incapaz de llevar a cabo cualquier proeza destacable,
y sin embargo, en lo frágil estaba agazapada una victoria rotunda;
contra todo pronóstico lo inaudito terminó por imponerse.
No estés tan seguro de que siempre el mal se sale con la suya,
ni de que el inocente está sentenciado de antemano,
sino más bien percibe que en la semilla
late adormecida una energía portentosa, posible e imparable.
No siempre sucederán las cosas como se cree el malvado,
por mucho que trame sus malas artes con todo tipo de maquinaciones,
pues hay oculta una claridad inocente que va a despuntar y que desconoce,
es la esperanza de los desesperados que terminará por estar fundada
en aquello que el corazón alumbraba
con ímpetu certero al ser una sencilla verdad si doblez ni engaño.
Puede ser que en lo menudo radiquen posibilidades insospechadas;
que un cambio imprevisto traiga la mutación emancipadora.
Trata de estar situado en el lado correcto:
no en el de los que juegan con las cartas marcadas
y muestran en sus rostros cierta sonrisa anticipada y complacida,
sino en el lado de los humildes,
los que aún apuestan por lo que es justo, necesario e irrenunciable;
aquellos que se vienen dejándose la vida por causa de un amor que no defrauda,
y, por ello, no se hacen ni a sí mismos trampas.
Ten por seguro que el alba definitiva despuntará algún día 
para los que lo han aguardo con firmeza el desprecio de los soberbios;
entonces, por fin, se iluminarán sus rostros tal y como habían soñado,
y nada habrá sido soportado en vano.
No eran utopías sus corazonadas, no,
sino el reconocimiento de la razón discreta,
que se abre paso y triunfa quedamente,
aunque tan solo sea vista acaso
por los que ven más allá del mero juicio apabullante.

viernes, 24 de enero de 2025

Todo en su sitio

 TODO EN SU SITIO


Hay personas para las que el orden es su pasión, especialmente válidas para encontrar el encaje a todo con una perfección extraordinaria. Algunos recordaréis al conocidísimo protagonista de la serie The Big Bang Theory, Sheldon Cooper, magistralmente interpretado por el actor Jim Parsons, que entre otros numeroso méritos, sabía encontrar el lugar en que debía estar todo de la manera más organizada. Incluso en un capítulo se pasa toda una tarde perfectamente feliz porque le dejan ordenar el desván caótico de su amigo Howard Wolowitz. Para él es una actividad divertida esa la de ordenar, aunque a otros muchos pueda parecernos la peor manera de distraernos. Lograr configurar un orden donde no existía, es también una labor loable, además de necesaria y conveniente.

No todos somos así; muchos otros nos caracterizamos por vivir sujetos a un desorden aceptable y asumible para ir tirando, pero dentro del desorden siempre existe cierto orden, pues no llegamos a sucumbir en el maremágnum de papeles y enseres que pululan donde buenamente se les dejó. Como ejemplo de este desorden vagamente controlado, podríamos proponer al gran detective Sherlock Holmes, más dado a poner en orden sus ideas que su apartamento.
 
Y otros, sin embargo, hay, que si nadie lo remedia, terminan por desaparecer en una aglomeración caótica y creciente de cachivaches dispares en la que ya no es posible habitar humanamente. Como en todo hay extremos; habrá que saber huir a tiempo de ellos, evitando tanto caer en el imperio perfecto del orden extremo, como en el absoluto desorden.

Cualquiera que sepa mirar la realidad con cierta profundidad, descubrirá que esta es variada y admirable por su complejidad, por su belleza y por su orden intrínseco. Los científicos descubren las reglas y patrones que subyacen en todo aquello que acontece en la naturaleza. Ya lo miremos a simple vista, a través de un microscopio o telescopio, simplemente constataremos que dichas formas simétricas y combinadas está ahí reiterándose según un orden misterioso en el que ensimismarse, pero al cual ni siquiera solemos prestar atención.

Sería admirable igualmente que si volviésemos la atención sobre nosotros mismos, encontrásemos también un orden interno que brotara de cada uno de nosotros hacia afuera. Por contra, la mayor de las veces hemos de añadir algo de orden y belleza artificial para camuflar aquello que no resulta armónico de por sí a simple vista. No todo se haya perfectamente en su sitio, y con la cirugía, los trucos de maquillaje o el retoque fotográfico, al menos lo externo del hombre pasa por seguir el sacrosanto canon estético del momento.

Si pudiésemos apreciar la belleza interior de una persona, tal vez habría que verla al natural en la expresión de sus gestos, su mirada, su semblante, su calma, su integridad, su bondad, su comprensión, su saber estar, su cuidado, su cordialidad, su respeto y muchos otros indicios para reconocer el orden interior al que obedece su comportamiento. Ahí no puede haber lugar para el engaño, pues salvo que alguno se sienta observado y esté fingiendo o figurando, los actos que alguien realiza, pueden mostrarnos con claridad quién es y lo que pretende. Unos se mostrarán orgullosos, otros humildes; unos interesados, otros desinteresados. Por lo que hacemos y por el cómo lo llevamos a cabo, todo el mundo debería conocer al que tiene delante y también a sí mismo si se para a analizarse.

Este domingo III de Tiempo Ordinario celebramos El Domingo de la Palabra de Dios. Bien pudiera ser que haya que reconocer el papel que desempeña la escucha nutriente de esa palabra viva para empezar a ordenar el interior y las obras del oyente de la palabra, es decir, del hombre nuevo. Si es verdad que por diversos motivos tendemos al desorden interior (emocional, psicológico, racional, moral, relacional y espiritual), la escucha atenta y perseverante de esa voz de Dios que nos aportan los textos que nos presentan a Cristo y su mensaje, constituyen un filón extraordinario para que el comienzo del orden bello y divino se vaya formando en nosotros.

Los hombres y mujeres que andamos con nuestro desorden a cuestas, podemos poner orden en la realidad mediante el ejercicio de la palabra, nombrando e identificando la realidad, y estableciendo relaciones ajustadas en la complejidad de la realidad que nos envuelve. Sin la palabra ni el lenguaje, no habría comprensión ni capacidad de control consciente y crítico en nuestra existencia. Pero es que además, con la palabra podemos entendernos y ponernos de acuerdo entre varios, sabiendo los límites que hemos de respetar para la convivencia. Necesitamos de la palabra humana y también de la palabra divina, pues somos nada más y nada menos que los interlocutores de Dios,

Dejémonos de apariencias, poses y superficialidades. Cambiemos sobre todo por dentro, abandonando lo que destruye y acogiéndonos a lo que regenera. La palabra de Dios facilita la acción del Espíritu. Dejémonos hacer por él. Aspiremos a esa sin igual belleza de ser nosotros mismos según el orden libre de Dios. Tratemos de ser más a imagen y semejanza del Hijo, y menos mundanos en medio del mundo caótico en el que nos ha tocado vivir. Aportemos nuestro orden espiritual para ordenar nuestras comunidades. 

Si esto es así, poco a poco, además formaremos parte activa de una comunidad de creyentes. Es ahí también donde la Palabra debe ayudarnos a generar estructuras llenas de hermosura. Decíamos que en la naturaleza había un orden prodigioso; pero no es menos cierto que en la Iglesia y en la sociedad, nosotros debemos ser los promotores de ese orden comunitario y social: todos a una, integrados, favoreciendo el bien común, el bien de todos. Dios quiera que esa palabra poco a poco nos vaya  transformando interiormente a todos y seamos capaces de transformar asimismo este mundo tan carente de belleza y armonía en tantas ocasiones.

sábado, 18 de enero de 2025

El granito de arena

 EL GRANITO DE ARENA


A veces puede parecernos que sufrimos una pandemia de indiferencia, de tan extendida que está por doquier. Nadie se ocupa de nada ni de nadie, salvo de lo exclusivamente suyo, desentendiéndonos de todo aquello que no responde a sus particulares intereses. Cada uno debe atender a sus numerosísimos problemas, como para estar pendientes de los del vecino. Sin embargo, no siempre ha sido así. Podemos afirmar que lo específico del ser humano es que se ocupa, atiende, cuida y remedia las necesidades de sus semejantes. Por tanto, esa epidemia de indiferencia de los unos respecto a los otros, de desvinculación con los demás, que caracteriza a las sociedades posmodernas, podría incluso terminar acabando con lo más esencial y singular de nuestra especie, nuestra propia humanidad.

Es conocida la anécdota que protagonizó la famosa antropóloga Margaret Mead, cuando fue preguntada por un alumno suyo sobre el primer signo reconocible de civilización humana. Ella refirió con exactitud que ese vestigio fue encontrado en un yacimiento prehistórico en un esqueleto con fémur curado. Se trataba de un adulto que habiéndose roto la pierna en la juventud, no fue abandonado por el grupo, a pesar que debía ser alimentado por los demás sin que cazara, y en lugar de eso, se le alimentó y cuidó hasta su restablecimiento. Para el verdadero ser humano su semejante no es una carga, sino una responsabilidad, porque somos personas y nos hemos de prestar ayuda en cualquier ocasión que se preste. Demuestra, por tanto, este hallazgo, que entre nuestros antepasados humanos ya nos cuidábamos muy mucho de no desatender a los otros, reconociéndolos como valiosos en sí mismo y merecedores de nuestra implicación con ellos. 

Sería aconsejable que en la coyuntura actual, caracterizada por mucho adelanto tecnológico, pero escaso progreso ético, que los seres humanos superásemos las diferencias, el sectarismo cerval, el individualismo paralizante y la indiferencia, y procurásemos los unos y los otros el bien de todos. El papa Francisco a la nuestra como la sociedad del descarte. Nos resulta más sencillo, excluir al que precise ayuda, como si esa actitud fuese digna del ser humano.

Aunque desde altas instancias vemos como se permiten abandonar a su suerte al que le ocurre una adversidad, los que queremos ser consecuentes con nuestra humanidad no debemos desentendernos de las necesidades y problemas que afectan al resto de hombres y mujeres, cercanos o alejados de nuestra inmediatez. Que siempre nos interpele buscar el bien del prójimo tanto como el nuestro propio, al menos porque conservamos un mínimo de humanidad y un resto del pasado humanismo que siempre evidenció nuestro compromiso con el débil, el vulnerable, el afectado. Muy mal nos irá de aquí en adelante si los poderosos, propensos a aferrarse al poder, consiguen que permanezcamos desunidos y completamente a merced de sus frecuentes injusticias. Que no logren terminar por deshumanizarnos, por mucho que se empeñen en ello.

Qué bien nos ilustra el comportamiento de María en el conocido pasaje de las bodas de Caná. Ella está bien atenta a lo que ocurre, detecta la necesidad y se anticipa a solicitar a su Hijo que intervenga. No está dispuesta a dejar que los novios queden en mal lugar y los invitados a la fiesta tengan que terminar la celebración precipitadamente porque ya no les queda vino.

No hace mucho el cardenal D. Carlos Osoro insistía ante las situaciones no admisibles que identificaba: "Habrá que hacer algo", y era él el primero que trataba de poner remedio. Ayudar, intervenir, no es quedar bien o salir en la foto, es porque uno no puede quedarse de brazos cruzados o mirar a otra parte ante el sufrimiento de cualquier hermano. María no dudó en ayudar; Jesús iba remediando toda dolencia que encontraba sin dejar de atender a todos; a los miles de voluntarios anónimos que supieron las consecuencias de las recientes riadas, les faltó tiempo para acudir a prestar su ayuda.

Hay mucho que hacer. No se trata de convertir el agua en vino, que de eso ya se encarga el que convierte en vino en su propia sangre. Más bien consiste en intentar echar una mano, de ayudar en lo que se necesite, de colaborar. Si hay que quitar barro en Valencia se hace; si hay que hay que ceder el sitio a una persona mayor, se cede; si hay que recoger alimentos, se recogen; si hay que hacer compañía y sostener al que está triste, pues se acompaña; si hay que ser Provi en alguna ocasión o a diario, se hace y muy gustosamente, pues en todas esas acciones que lleves a cabo por humanidad y por amor desinteresado, serás tú el que estarás convirtiendo tus actos en el mejor de los vinos, el más selecto, con el que se brinda en el Reino de los Cielos.

Si te es posible aporta tu granito de arena, porque entre los granitos de arena de todos y cada uno tendremos, aquí en la tierra, un verdadero paraíso. No lo olvides. No dejes de hacerlo, porque seguirás siendo enteramente humano tú y tratando como humanos a tus semejantes. ¿Existe mayor belleza que esa? ¿Vamos acaso a dejar que nos arrebaten lo más característico de nuestra condición?

Siempre va a haber ocasión de actuar, de intervenir, de ir a socorrer. Solo hay que estar pendiente y disponible para aportar tu granito de arena. Escribió Gabriela Mistral este inolvidable poema El placer de servir:

Toda naturaleza es un anhelo de servicio.
Sirve la nube, sirve el viento, sirve el surco, sirve la flor, sirve la tierra.
Donde haya un árbol que plantar, plántalo tú;
Donde haya un error que enmendar, enmiéndalo tú;
Donde haya un esfuerzo que todos rehúyen, hazlo tú.
Sé tú el que aparte la piedra del camino,
el que ponga fin al problema,
el que ponga luz donde los demás perdieron esperanza,
el que salpique gozo en los corazones tristes.
Pero qué triste sería el mundo si todo en él estuviera hecho;
si no hubiera un rosal que plantar,
un niño que peinar,
o una misión, o una empresa que emprender.
Tenemos en nuestra mano la hermosa alegría de servir.
No caigas en el error, de que sólo se hacen méritos con los grandes trabajos;
hay pequeños servicios que nos hacen más humanos:
ordenar una mesa, ordenar unos libros, peinar una niña.
Aquel que critica, éste es el que destruye,
tú sé el que sirve.
El servir no es faena de seres inferiores.
Dios, que es el Creador y la luz, sirve.
Pudiera llamarse así: “El que Sirve”.
Y tiene sus ojos en nuestras manos, y nos pregunta cada día:
¿Serviste hoy? ¿A quien?
¿Al árbol, a tu amigo, a tu madre?