sábado, 26 de abril de 2025

No en vano

NO EN VANO


Cuesta creer. Nadie dijo que fuese fácil. Creer, a la vez que crear, supone un salto importante en el vacío, en el que puede uno sostenerse en el aire o caer y darse de bruces contra una sórdida realidad. No es seguro, se requiere aceptar el riesgo de equivocarse, pero también el de acertar de pleno. Vivimos tiempos de asumir el mínimo riesgo, se prefiere ir sobre seguro. Tiempos confusos, donde lo tangible puede llegar a parecernos de mayor solidez que aquello que tan solo intuimos. Pero, sin embargo, si el ser humano no llega a ser capaz de apuestas audaces, dejando atrás el burdo materialismo y el hedonismo individualista y consumista, a bien poco va a llegar en su periplo vital. Sí, conviene no perder la sensatez, pero "el corazón tiene razones que la razón no entiende" (B. Pascal).

Tal vez, alguno de los mayores males de esta sociedad posmoderna mercantilista, es que hemos ido dejando de creer en ideales, en luchar por aquellos logros que merecían la pena y que conferían a las personas un rumbo y una vocación. No puede ser así. Hemos de apostar personalmente por aquello que amamos, pero con un corazón raquítico, sino con un corazón potente, capaz de aspirar a los mayores y mejores horizontes. Si esto no es así, si ya no somos capaces de apasionarnos por lo mejor, estaríamos viviendo en una sociedad del desencanto, y llevando existencias de mínimos, que no logran dar plenitud a la vida humana, pues se conforman con intereses exclusivamente particulares y poco explicitables. Pero, si hemos acertado con el síntoma que hoy nos aqueja, también podremos aproximarnos a dar con el remedio necesario para ahuyentar nuestros males.

No en vano estamos celebrando la octava de Pascua. Cristo ha resucitado de una vez para siempre, ya no deja de resucitarnos, de concedernos una nueva vida que nace del Espíritu y que deja a nuestra disposición. Solemos acudir a toda prisa adonde consideramos que hay algo urgente, necesario e importantísimo; sin embargo, a esa posibilidad de vida que mana del corazón de Cristo, no solemos acudir, nos resulta indiferente. Por contra, María Magdalena y los apóstoles sí corrieron y se enfrentaron a la frontera paralizante de la evidencia. ¿No habrá un más allá de la ausencia ante la evidencia del sepulcro vacío? ¿Cabe acaso esperar la razón de la sinrazón de la resurrección del Señor? ¿Queda aún algún resquicio en nuestro entendimiento para el misterio y para lo sagrado?

Santo Tomás lo tenía bien claro: "si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo". ¿Es que es hasta ahí solo hasta donde llega el ser humano o es capaz tal vez de fiarse, aunque no constate y verifique de manera palpable lo que puede llegar a descubrir desde el amor y el espíritu? Es cierto que con el método empírico hemos avanzado mucho técnicamente, pero tal vez no demasiado en otras dimensiones propias del ser humano. Aunque no en vano algunos sí se arriesgaron, y con todo en contra creyeron, vieron, tocaron, escucharon y reconocieron al Resucitado. Fueron capaces de ver más allá del muro de la evidencia de la muerte, porque sí se puede, y gracias a ello, lograron descubrir la evidencia de la resurrección: el Señor estaba en medio de ellos y les exhortaba a vivir en paz. Se llenaron de esa presencia viva de Cristo Resucitado y no podían ya dejar de contarlo.

No en vano ha sido tampoco la vida de entrega fiel del Papa Francisco, que en este tiempo pascual se nos ha ido al cielo. Pero nos queda su recuerdo, su testimonio, su legado y un montón de propuestas abiertas. No se explicaría nada de la vida de Francisco sin esa adhesión creativa a la fe en el Resucitado, que no nos permite seguir viviendo autorreferidos, sino que nos capacita para vivir en ese nuevo modo de ser y estar abiertos a Dios, al hermano y a la construcción de un mundo de amor, es decir, conforme a los ideales valiosos que, como se ha expuesto, son los que permiten llevar una vida mucho más plena y con sentido. Esto es, no una sociedad de la indiferencia, de la desvinculación y el descarte, y por tanto deshumanizada por completo, sino justo lo contrario: ser para los demás, ser personas, llamados a descubrir y construir la cultura del encuentro, tal y como quería el Papa Francisco.

Es hora de tomarnos muy en serio ese mensaje transformador del Papa Francisco. Él trató de encarnar el evangelio con sencillez y originalidad, y por ello, como pontífice, hacer una Iglesia más coherente con los orígenes que con la historia. Hemos de recuperar esa Iglesia sinodal, hospital de campaña para acompañar y consolar a todos los hombres que sufren. Es hora de seguir caminando con ilusión, como verdaderos peregrinos de esperanza. Es hora de dejarnos resucitar como personas y como Iglesia unida, ya que la frescura del evangelio, que tan magistralmente supo recordarnos el Papa Francisco, no debe perder novedad su propuesta.

Que el Espíritu, que todo lo hace nuevo siga y siga soplándonos para que se nos avive a todos la llama del amor y de la fe (tal vez no pueda haber uno sin el otro),y para que conduzca la nave de la Iglesia hacia su Pascua. Soltemos, pues amarras, convirtámonos profundamente, y confiados, dejémonos conducir por el Señor, remando juntos. El está y estará en medio de nosotros, hasta el final, acompañándonos, por mucho que arrecie la tormenta.

sábado, 19 de abril de 2025

Más allá de la ausencia

MÁS ALLÁ DE LA AUSENCIA


Múltiples y variadas son las experiencias humanas. Sin embargo, cada persona es un mundo, por ello, a las mismas experiencias que vamos pasando, se les concede una distinta repercusión y significado. Vivir en sí es un bien cargado de potencialidad, y eso a pesar de las adversidades, los fracasos y las derrotas que uno vaya acumulando, y, al mismo tiempo, tratando de superar como se pueda. Hay personas tremendamente heridas que terminan por instalarse para siempre en el miedo a sufrir. Es razonable que así sea; lo malo es que estas personas que han padecido tal vez terminen por atrincherarse de tal modo que tampoco se atrevan a gozar y a vivir con verdadera entrega y libertad. Hemos de tratar de remontar cualquier contratiempo, pero dependerá del golpe recibido y de las fuerzas, tanto internas como externas, con las que se cuente, para poder salir más o menos ileso del trance sufrido. Aunque es cierto que los padecimientos transmutan al ser humano que los ha atravesado.

Entre estas dificultades que cabe reconocer y nombrar, está la ausencia. La experiencia de que nos falta algo, o más bien alguien, tan esencial que se nos hace verdaderamente duro proseguir sin esa persona o aquello que motiva su falta. Es la evidencia de la pérdida, porque seguimos siendo como tal y como antes, pero no ya del todo, porque no contamos ya con la parte imprescindible de lo que antes éramos, cuando estábamos completos. Dentro de esta añoranza, evidentemente, hay grados: desde un echar de menos temporal y llevadero, a un desolado duelo que no encuentra consuelo alguno. Todos hemos perdido alguien o algo que ya no tenemos, y por tanto, sabemos bien a lo que nos estamos refiriendo. O bien haber perdido a alguien del entorno íntimo o incluso haber llegado a perder irremisiblemente algo de nosotros mismos, y que portante tampoco está ya.

Los apóstoles, los discípulos y nosotros los cristianos, conocemos el desgarrón que produce la muerte del inocente en la cruz. Participamos todavía, aunque de manera más atenuada, por el drama que nuestros antecesores en la fe, los amigos de Jesús, tuvieron que sufrir cuando al Maestro bueno, que solo hizo el bien a todos de manera incalculable, le arrestan, le torturan, le condenan y le crucifican. Una vez más son justamente los que se aferran al poder a cualquier precio, los que sentencian al justo a una muerte ignominiosa. ¡Qué poco ha cambiado desde entonces el mundo! Todavía mueren los inocentes, víctimas de la soberbia de los poderosos, como si no lleváramos dos mil años de cristianismo.

Ahí tenemos los pasajes evangélicos de la pasión para hacernos perfecta cuenta de lo que pasó Jesús, que guardaba silencio ante las afrentas, y de lo que con Él pasaron los que lo amaban. Porque a más amor, mayor dolor por la ausencia. Si Él nos amó hasta el extremo, también el dolor de los que lo presenciaron debió ser extremo y difícilmente asumible para un ser humano sintiente. Y los cristianos lo hemos revivido una vez más en esta Semana Santa, no por masoquismo, sino para conmemorar lo que Él hace por nosotros, y cómo la muerte, en definitiva, no se salió ni se saldrá ya nunca con la suya. La pasión, la muerte y la ausencia que supone perder a Jesucristo, se vuelve misteriosamente vida nueva y abundante, vida para siempre, porque de manera insólita la fatal suerte del Crucificado resultó ser triunfo sobre el el mal y la muerte. Había que morir para vencer a la muerte. 

Sabemos, por este motivo, que el horizonte existencial no se acaba con la pérdida, que hay un más allá de la ausencia, y que no hay un fin para los que aman y para los que creen en el Amor. Que tenía razón el poeta cuando afirmaba desde la clarividencia poética, que el amor es más fuerte que la muerte, y por tanto, que el que ama vive y no muere nunca. Es este, y no otro, el suelo en que están insertadas nuestras profundas raíces cristianas, en la esperanza cierta de la resurrección, puesto que la victoria de Jesús sobre la muerte es también la nuestra.

En esta Pascua, por tanto, debería abrírsenos el entendimiento a una nueva forma de conocer que no se queda solo en lo evidente. Ya no nos sirve la lógica disyuntiva de vivo o muerto, de presente o ausente, sino que a la vez que se está ausente, se está presente, en el recuerdo, en el amor, en el legado, en evidencias sutiles de esa vida imperecedera. A la vez que se muere, se transforma el hombre y se vive ya con el Viviente en esa vida gloriosa que no tendrá fin. Hemos vencido ya a la muerte, hemos vencido a la ausencia, porque Jesucristo ha resucitado y nos resucita. Diga el mundo lo que quiera, sabemos la verdad de lo que ocurrió en Jerusalén cuando se encontraron con el sepulcro vacío y aprendieron a situarse más allá de la ausencia, pues vivía y vive. Y sabemos lo que desde entonces no deja de seguir sucediendo, por ello, comenzamos este tiempo increíble de la pascua.

¿Es que acaso no percibes la luz de su presencia más allá de la aparente ausencia? Aviva el entendimiento y despierta. Pasa de la muerte a la vida por el espíritu, para que veas de manera ampliada, con un relieve nuevo, con una perspectiva insólita, lo que antes ni siquiera percibías. Empieza ya a resucitar.

¡ALELUYA!

sábado, 12 de abril de 2025

Sin vuelta atrás

SIN VUELTA ATRÁS


Resulta sorprendente que sea en las paradojas en donde se encierren las grandes verdades. Lo que parece romper la lógica del modo acostumbrado de pensar, es lo que posibilita una manera más lúcida de entender el mundo y sus misterios. Porque frente a la comodidad de limitarse a lo ya sabido, sin plantearse críticamente nada, y sin atreverse siquiera a mantener un mínimo pensamiento crítico, todo buscador descubre que hay razones comúnmente asentadas que nos llevan a caminos sin salida. Así es que, salvo que uno opte por un pensamiento creativo, paradójico y personal, acaba limitándose al constructo de representaciones dadas, pero no por ello, suficientes. En este sentido, podríamos decir que lo mismo que nos limita, si logramos superarlo, puede ser al mismo tiempo el trampolín que nos permite avanzar.

Acertar a pensar lo impensable, a decir lo indecible, resulta tremendamente difícil sin recurrir a la expresión poética o al cortocircuito que provoca la paradoja, logrando que escapemos de lo meramente evidente. Pero es que sin estos mecanismos, andaríamos siempre en el mismo terreno trillado y careceríamos de toda posibilidad de atisbar algo más allá del muro de lo consabido. De ahí que dentro del mundo budista zen, para facilitar la comprensión espiritual de la realidad, su sustrato más profundo, se empleen los koan o sentencias enigmáticas que tan solo se descifran desde una lógica ilógica. Puesto que si nuestros sentidos a veces nos engañan, no menos lo hace también el pensamiento apresuradamente racional por donde se nos cuelan, además, los más burdos prejuicios.

Sin más dilación, entramos en lo que nos ocupa. Hemos llegado al final de este periodo de Cuaresma. Si hemos hecho bien el trabajo requerido, habremos recuperado cierta visión para que resplandezca la verdad que paradójicamente se encuentra en los acontecimientos que celebramos. Comenzamos ya la Semana Santa con el Domingo de Ramos. En él, además de las procesiones y de las palmas, hemos de descubrir a todo un mesías aclamado por el pueblo, que entra triunfante en Jerusalén montado en una borriquita. ¿Es o no es el mesías esperado? Los sencillos lo reconocen como tal, porque han visto y oído su manera de desvivirse por todos; otros, en cambio, los poderosos, también lo esperan, pero para sentenciarle cuanto antes, para poder seguir manteniendo su puesto privilegiado y evitar que nada sufra cambio alguno. Son los que siempre miran solo por sí mismos, y no les importa que sean los otros los que paguen el precio que sea. Jesucristo es justamente la figura contraria.

Cristo, sabe a lo que viene y lo que le espera; sabe que ahora sí que ha llegado su hora, y que le están esperando con aviesas intenciones. Sin embargo, ese fin que le espera no logra detenerle. Es preciso que el siervo sufriente no se reserve para sí mismo la vida, sino que la entrega para darnos vida; es preciso que muera para dar muerte a la muerte. Es preciso que así sea, según las Escrituras, y se logre por medio de su sacrificio la salvación para todos. Y aquí no caben medias tintas, es el que siendo Dios se hace hombre, el que nos hace a los hombres divinos. Desde ahora, en esta vida mortal nuestra subyace una semilla de inmortalidad que nos permite vivir eternamente en el amor. Sí, paradoja tras paradoja, y luminosidad que excede nuestro estrecho modo de entender, sin las luces de largo alcance que redimensionan la oscuridad.

Y es que para reconocer al mesías triunfante, que en unos pocos días va a dar con sus huesos en el cadalso de la cruz, hace falta tener ojos para ver, y oídos para escuchar. Y este requisito ni era muy frecuente hace dos mil años, ni tampoco lo es ahora. Entrever con todo el ser este misterio paradójico del Salvador crucificado, es superar las limitaciones de un pensamiento reductor y cortoplacista, para adentrarse en la comprensión que da la fe. Seguramente la tan cacareada IA, con todo su potencial, aún no sea capaz de ese creer creando y crear creyendo de que el ser humano es capaz de Dios, de un Dios no a imagen y semejanza del hombre, sino de un Dios que se despoja de todo poder y se deja la vida amando. ¿Simple paradoja o acontecimiento salvífico y paradójico?

Una vez que Jesucristo entra en Jerusalén ya no hay vuelta atrás. Una vez que uno entra en ese modo de entender, y entendernos, a la luz de este misterio pascual, tampoco hay vuelta atrás. La verdad se hace humana y está en lo más hondo del ser humano esperando ser reconocida.

Vamos a seguir, pues, con Jesús, que entra ya humildemente en la borriquilla, sin posibilidad de marcha atrás a vivir con él, y con María, los apóstoles y sus discípulos todo lo que va a ocurrir en estos días. Por eso es santa esta semana, porque lo que vivimos nos capacita para ser santos, no por méritos nuestros, sino por la entrega incondicional y amorosa de Nuestro Señor. No hay vuelta atrás ya estamos inmersos en un tiempo de gracia extraordinario que nos conduzca, desde la experiencia de adhesión a Cristo, a la resurrección.

sábado, 5 de abril de 2025

De oídas

DE OÍDAS

A poco que uno sepa y/o haya leído, puede conocer que además del archifamoso asno que inmortalizó nuestro ilustre poeta moguereño, hay más burros que campan a sus anchas por la literatura. Sin ningún ánimo de ser exhaustivos, en la literatura clásica Apuleyo nos habla de uno que fue tan sumamente burro, que se pasó una buena temporada ejerciendo de burro sin serlo, pues se transformó en un miembro más de esa especie; y siendo burro debió de protagonizar toda una serie de aventuras. Y es que, tanto personajes como personas, puede haber por ahí sueltos que, por su poco juicio o por un obcecado comportamiento, más parecen burros que los que verdaderamente son estos particulares animalitos.

A otro equus africanus asinus, del que ya nos encontramos nosotros más cercanos, su propietario solía denominarle rucio, y que junto a su singular compañero, iban recorriendo nuestros territorios buscando aventuras con las que poder hacer el bien y dejar manifiesto su valor como caballero andante. También cierto muñeco de madera, que cobró vida por arte de la literatura, y que era proclive al crecimiento desmesurado de la nariz cuando faltaba a la verdad, se convirtió en burro capaz de seguir protagonizando múltiples burrerías, hasta que por el aprendizaje de la bondad, recuperó su anterior condición.

Y hablando de pollinos insignes, no podemos dejarnos en el tintero aquel que pasó la noche entera sin rebuznar siquiera para no despertar al niño, dormidito en el pesebre, en la noche más preciosa que ha habido nunca, cuando las estrellas brillaban emocionadas dándolo todo para expresarnos que la noche es también tiempo de iluminación y de salvación. O aquella otra burrita anónima en la que entró montado y triunfante el Señor en Jerusalén a darse ya por entero en la cruz, entre el alegre bullicio de pueblo exultante que proclamaba: "¡Hosana al hijo de David!" aquel primer domingo de Ramos, que desde entonces, no hemos dejado de revivir, reconociendo también nosotros al humilde mesías, el Salvador, montado el aquella anónima burrita.

Malo sería, por tanto, que aun conociendo con que facilidad los hombres desoyen las enseñanzas que les son dadas, terminaran asemejándose a brutos animalitos, aunque ciertamente hay cuadrúpedos que demuestran ser hasta más nobles y astutos que muchos humanos. Porque una cosa es tener orejas de burro, grandes y esplendorosas como penachos, y otra es usarlas con provecho, puesto que oigo, y lo que oigo lo escucho, y lo que escucho lo comprendo, sopeso y asimilo, para después sacar una útil enseñanza que aplico con justeza a la vida. Se podría llegar a decir que los seres humanos se vuelven burros es por propia decisión, por dejadez o por empecinada y cerril obcecación.

A Jesús se le conoce como el Maestro. De estos maestros de antes, que crearon verdaderamente escuela y discípulos, aunque no tenían pizarra a mano ni aula en que impartir su docencia. De esos maestros que no precisaron legarnos sus inigualables enseñanzas en un corpus de escritos, sino que de viva voz y de una vez para siempre hablaron, de tal manera que sus palabras permanecieron hasta nuestros días conforme al valor que se les concedía. Hoy, sin embargo, al parecer ya no se les reconoce el valor intrínseco que poseen dichas palabras, porque, salvo unos pocos que en el mundo han sido, son y serán, se prefiere el discurso falaz, anodino, soez y maniqueo, más acorde con la vida tozuda de burro humano que muchos prefieren llevar, pues se cree que escuchar y aprender está de más. ¿Aprender, qué y para qué?

El pasaje que nos presenta el evangelio este quinto domingo de Cuaresma es muy otro: tenemos al Maestro, ese que no nos dejó escrito alguno, solo sus palabras recopiladas por los suyos, que está escribiendo con el dedo en el suelo, es decir, que sí que escribía cuando se le antojaba, pero lo hacía en la arena en lugar de en otros soportes más perdurables. ¡Qué humilde receptáculo el de la tierra para merecer tan digna enseñanza! ¡Qué humildad la del Maestro, que no consideró a sus palabras merecedoras de que llegasen a los que no estaban presentes allí delante escuchándolas! ¿Qué signos trazaría? ¿Qué mensaje dejó allí escritas? Solo Dios -él mismo- lo sabe.

Lo que sí podemos saber, y no solo de oídas y leídas, sino porque en el corazón nos han quedado ya escritas muy hondamente, son las palabras que pronunció al tiempo que le presentaban una mujer sentenciada a la lapidación inmediata. Algunos querían ser más burros que cualquier bestia, y ensañarse con una mujer indefensa, porque de oídas ya sabían qué pensar y cómo comportarse: como verdaderos energúmenos. Pero Jesucristo les propuso: "El que esté libre de pecado que tire la primera piedra". Mucho se expuso ante una turba ávida de brutalidad al no darles la razón, sino a quitársela de raíz. Les pidió que antes de actuar, pensaran por sí mismos y examinaran su proceder, y no solo de oídas y cruelmente.

Una vez bien recapacitado, mira después a la persona que tienes delante y su corazón, no para condenarla con presteza, sino para compadecerte y reconocer su dignidad y su potencialidad para amar; entonces su falta será asumible y perdonable, más aún si además también tienes en cuenta las veces que el que se arroga el papel de juez implacable ha pecado también lo suyo. Juzga desde la misericordia, tal como Jesús ha venido anunciando y ahora de manera ejemplar también nos da buen ejemplo.

Por tanto, no sepas de perdón solo de oídas. La teoría y la teología están muy bien, pero para no ser un ser solo dotado de grandes orejas, sino que además le permiten a uno ir adquiriendo un verdadero aprendizaje, habrá de hacer experiencia de ese perdón que redime y restaura, de esa gracia generadora de nueva vida que nos regala una y otra vez el corazón de Jesús, que te mira con amor y te dice sencillamente "tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no peques más." Porque una cosa es creer que se sabe, porque algo simplemente se ha oído, y otra muy distinta hablar, sentir y vivir desde la experiencia fundante de haberte encontrado con Cristo, ese que iba escribiendo sus enseñanzas sobre la bendita arena. Ese que te otorga su perdón también a ti, incluso si has sido burro en alguna ocasión,