NO EN VANO
Cuesta creer. Nadie dijo que fuese fácil. Creer, a la vez que crear, supone un salto importante en el vacío, en el que puede uno sostenerse en el aire o caer y darse de bruces contra una sórdida realidad. No es seguro, se requiere aceptar el riesgo de equivocarse, pero también el de acertar de pleno. Vivimos tiempos de asumir el mínimo riesgo, se prefiere ir sobre seguro. Tiempos confusos, donde lo tangible puede llegar a parecernos de mayor solidez que aquello que tan solo intuimos. Pero, sin embargo, si el ser humano no llega a ser capaz de apuestas audaces, dejando atrás el burdo materialismo y el hedonismo individualista y consumista, a bien poco va a llegar en su periplo vital. Sí, conviene no perder la sensatez, pero "el corazón tiene razones que la razón no entiende" (B. Pascal).
Tal vez, alguno de los mayores males de esta sociedad posmoderna mercantilista, es que hemos ido dejando de creer en ideales, en luchar por aquellos logros que merecían la pena y que conferían a las personas un rumbo y una vocación. No puede ser así. Hemos de apostar personalmente por aquello que amamos, pero con un corazón raquítico, sino con un corazón potente, capaz de aspirar a los mayores y mejores horizontes. Si esto no es así, si ya no somos capaces de apasionarnos por lo mejor, estaríamos viviendo en una sociedad del desencanto, y llevando existencias de mínimos, que no logran dar plenitud a la vida humana, pues se conforman con intereses exclusivamente particulares y poco explicitables. Pero, si hemos acertado con el síntoma que hoy nos aqueja, también podremos aproximarnos a dar con el remedio necesario para ahuyentar nuestros males.
No en vano estamos celebrando la octava de Pascua. Cristo ha resucitado de una vez para siempre, ya no deja de resucitarnos, de concedernos una nueva vida que nace del Espíritu y que deja a nuestra disposición. Solemos acudir a toda prisa adonde consideramos que hay algo urgente, necesario e importantísimo; sin embargo, a esa posibilidad de vida que mana del corazón de Cristo, no solemos acudir, nos resulta indiferente. Por contra, María Magdalena y los apóstoles sí corrieron y se enfrentaron a la frontera paralizante de la evidencia. ¿No habrá un más allá de la ausencia ante la evidencia del sepulcro vacío? ¿Cabe acaso esperar la razón de la sinrazón de la resurrección del Señor? ¿Queda aún algún resquicio en nuestro entendimiento para el misterio y para lo sagrado?
Santo Tomás lo tenía bien claro: "si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo". ¿Es que es hasta ahí solo hasta donde llega el ser humano o es capaz tal vez de fiarse, aunque no constate y verifique de manera palpable lo que puede llegar a descubrir desde el amor y el espíritu? Es cierto que con el método empírico hemos avanzado mucho técnicamente, pero tal vez no demasiado en otras dimensiones propias del ser humano. Aunque no en vano algunos sí se arriesgaron, y con todo en contra creyeron, vieron, tocaron, escucharon y reconocieron al Resucitado. Fueron capaces de ver más allá del muro de la evidencia de la muerte, porque sí se puede, y gracias a ello, lograron descubrir la evidencia de la resurrección: el Señor estaba en medio de ellos y les exhortaba a vivir en paz. Se llenaron de esa presencia viva de Cristo Resucitado y no podían ya dejar de contarlo.
No en vano ha sido tampoco la vida de entrega fiel del Papa Francisco, que en este tiempo pascual se nos ha ido al cielo. Pero nos queda su recuerdo, su testimonio, su legado y un montón de propuestas abiertas. No se explicaría nada de la vida de Francisco sin esa adhesión creativa a la fe en el Resucitado, que no nos permite seguir viviendo autorreferidos, sino que nos capacita para vivir en ese nuevo modo de ser y estar abiertos a Dios, al hermano y a la construcción de un mundo de amor, es decir, conforme a los ideales valiosos que, como se ha expuesto, son los que permiten llevar una vida mucho más plena y con sentido. Esto es, no una sociedad de la indiferencia, de la desvinculación y el descarte, y por tanto deshumanizada por completo, sino justo lo contrario: ser para los demás, ser personas, llamados a descubrir y construir la cultura del encuentro, tal y como quería el Papa Francisco.
Es hora de tomarnos muy en serio ese mensaje transformador del Papa Francisco. Él trató de encarnar el evangelio con sencillez y originalidad, y por ello, como pontífice, hacer una Iglesia más coherente con los orígenes que con la historia. Hemos de recuperar esa Iglesia sinodal, hospital de campaña para acompañar y consolar a todos los hombres que sufren. Es hora de seguir caminando con ilusión, como verdaderos peregrinos de esperanza. Es hora de dejarnos resucitar como personas y como Iglesia unida, ya que la frescura del evangelio, que tan magistralmente supo recordarnos el Papa Francisco, no debe perder novedad su propuesta.
Que el Espíritu, que todo lo hace nuevo siga y siga soplándonos para que se nos avive a todos la llama del amor y de la fe (tal vez no pueda haber uno sin el otro),y para que conduzca la nave de la Iglesia hacia su Pascua. Soltemos, pues amarras, convirtámonos profundamente, y confiados, dejémonos conducir por el Señor, remando juntos. El está y estará en medio de nosotros, hasta el final, acompañándonos, por mucho que arrecie la tormenta.