SIN TRAMPA NI CARTÓN
Decir que en esta vida todo parece un perfecto decorado es quedarse muy corto. Ya Calderón de la Barca tituló a uno de sus auto sacramentales con el elocuente nombre de El gran teatro del mundo. Y es que la realidad parece más una trama ficticia que cualquier otra cosa. Todo es pose, apariencia y ocultación frenética e interesada de la verdad. Los unos y los otros, y cada cual en su medida, se afana no por dejar manifiesta la verdad objetiva, sino por maquillarla o esconderla tras de múltiples caretas.
Es conocida la expresión acuñada recientemente de posverdad; con ella nos referimos a esa distorsión deliberada de los hechos objetivos, suplantándolos con posturas emotivistas, para que sin reflexión alguna las personas se posicionen y caigan fácilmente en la manipulación y en la polarización. Por lo que si antaño pocos se esforzaban en ese afán meritorio de esclarecer la verdad, en este turbio presente, dominado por las pantallas más que por las bibliotecas, y por la información rápida y sesgada en lugar del conocimiento logrado a fuego lento, la verdad se encuentra aún más sola que nunca.
Eso de exponerse con luz y taquígrafos ante lo que sin trampa ni cartón quede manifiesto lo que sólo somos, debe de ser muy doloroso, pues el común de los mortales huye despavorido antes de someterse a ese necesario autodescubrimiento. ¿Acaso no consistía en eso el famoso oráculo délfico? Pues parece que hoy vale cualquier cosa con tal de evitar ese sabio y prudente consejo de conócete a ti mismo. Pues si fallamos en reconocer nuestra propia verdad, ninguna verdad del mundo y de los demás vamos a poder alcanzar, y todo seguirá siendo farsa y decorado, máscara y caverna.
Y ante este drama humano de dar "la espantá" a la realidad nos ponen las lecturas en el final del ciclo litúrgico que hemos venido celebrando. Muy seguros de sí mismos, bien instalados en sus puestos, unos y otros pasan ante el Dios crucificado entre malhechores para exigirle entre burlas que sea un Dios a la medida de su mentalidad, que si Jesucristo es quien dice ser, en lugar de salvar a otros, se salve a sí mismo. Pero se impone la verdad de quien Él es. En la cruz, bien clarito y en tres idiomas, se lee que es el rey de los judíos. Pero es un rey cuyo poder real y divino le viene del amor oblativo. No viene a salvarse a sí mismo, sino a salvarnos de ese egoísmo cerril que nos esclaviza y destruye. Justamente pendiendo del madero, desnudo, desfigurado y desposeído nos muestra brutalmente la verdad de Dios, que no se salva a sí mismo, sino a aquellos que libremente se confían a Él.
Abrirse a la verdad espeluznante y conmovedora de siervo sufriente que entrega la vida sin reservarse absolutamente nada, es la única manera de entender el triunfo inaudito al que estamos asistiendo. Ese es Dios verdadero no según nuestras concepciones, sino sin tapujos, el Cristo, Rey del Universo que vence el mal y la muerte en el abandono de los hombres, aunque esté muriendo por todos ellos. Y sin embargo, el buen ladrón, que sí sabe reconocer al Dios que comparte su misma suerte, se encomienda a Él mientras el otro sigue burlándose de este Dios humilde y crucificado. Y Jesús le promete compartir igualmente su suerte.
En definitiva, nadie se salva a sí mismo, como nadie se hace a sí mismo, todos nos necesitamos y todos hemos de ser salvados por otros y por el Dios encarnado. Esta es una de las verdades que este gran teatro del mundo virtual va a tratar de impedirte que descubras. Trata de ser contigo y para ti es lo que le exigían entre burlas a Jesucristo en el suplicio los mismos que le habían conducido hasta allí; pero es justamente al contrario: el que ama no mira tanto por sí como por los amados. En la cruz Jesucristo nos salva y nos hace hermanos, por mucho que esta sociedad trate de olvidarlo echando capas de superficialidad sucesivas y distracciones.
Este Cristo es la verdad radiante que no queremos ver ni asumir. En el supuesto fracaso estaba la verdadera victoria. En el Humillado el Salvador. En el que pierde su vida por Él y por el Evangelio, el que en realidad la gana ya para siempre. Es la gran lección que este mundo no está dispuesta a aceptar, porque los poderosos de entonces no son demasiado diferentes a los de ahora: sólo miran por ellos, los demás no les importan. Es la mentalidad vigente de salvarse exclusivamente a uno mismo a costa de los demás, pero de la que los creyentes deberíamos contar con suficientes anticuerpos para no caer en esas pseudo verdades que ofrece el sistema. No, la lógica del amor es la que asegura y posibilita que salga a la luz la más honda del saberse todavía humanos: el que se vence a sí mismo es el único capaz de vencer al mundo con la ayuda de Jesucristo, el Rey del Universo, autor de la vida y la gracia.

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