CON LOS PIES EN EL CIELO
Posiblemente los antiguos, al carecer de otros entretenimientos al alcance, miraban y se recreaban mucho más que nosotros, los postmodernos cibernéticos, en la serena contemplación del cielo, pues nosotros a lo único que prestamos atención es ya a los dispositivos móviles, apéndice no fisiológico de nuestra persona. Algunos afirman, muy reflexivos, que tras el apagón ya hemos aprendido la lección de la hiperdependencia tecnológica, es decir, que hay vida más allá de la pantalla. Da la impresión que después, tampoco ha cambiado nada realmente, y que eso de tener la testuz inclinada, sometida y distraída, tiene mucho arraigo en estas generaciones, y tiene difícil remedio. ¡Qué lástima!
Y es que en esto de vérselas o no vérselas con el cielo nos jugamos mucho; tanto como lo que en realidad somos. Contemplar el cielo es para ociosos, seres liberados de los apegos inmediatos y terrenales, que se pueden permitir seguir el ritmo excelso al que van transcurriendo las nubes, las aves, los días y las noches con perfecta armonía. Sea de día o de noche, de mañana o de tarde, el cielo siempre es digno de que nos recreemos en él gozosamente.
Si es verdad aquello de que somos lo que comemos, tal vez podría ser cierto también que somos aquello que contemplamos. Es cuerpo se alimenta por la boca, pero no solo de pan vive el hombre. Escojamos, por tanto, lo mejor para no quedarnos espiritualmente escuchimizados. Alimentémonos de cielos prodigiosamente desplegados, de horizontes lejanos, y de perspectivas inmensas. Alternemos la vista de cerca con la vista al infinito. Seamos al mismo tiempo soñadores y prácticos; tengamos, por tanto, los pies en la tierra, pero sin que por ello dejemos de poner, asimismo, los pies y la vista en el cielo. Pisemos charcos, hollemos nubes. No renunciemos a la utopía, sino avancemos para que pueda ser. Juntos podemos ir realizando aquel sueño de Jesús al que no vamos a renunciar.
Es por eso que precisamos como agua de mayo recrearnos con el evangelio, que si nos cala, nos capacita, como a los apóstoles para ver más allá, ver lo que no se ve, pero así (y solo así) poder empezar a posibilitarlo. Ensanchemos nuestra visión para poder mermar aquello que se nos escapa.
Las lecturas de este V domingo de Pascua nos testimonian a una primera comunidad creyente dispuesta a anunciar por toda la vasta extensión de la tierra, que va tan pareja al cielo, que Cristo ha resucitado, que todo es posible, que Dios vive, resucita y transforma. Tanto es así, que unos pocos lograron cambiar las tornas de la historia, se salieron de los rígidos raíles de lo esperable y surcaron intrépidamente nuevos mares, porque iban llenos de cielo. ¿Qué nos ha ocurrido a nosotros para andar tan cegatos, tan reducidos de visión para las cosas grandes e intangibles? ¿No será que ya casi no miramos el cielo?
Mayúsculo error sería no ver más allá de lo que tenemos a un palmo de nuestras narices, no por falta de agudeza visual, sino más bien por cortedad de entendimiento, por desengaño o por indiferencia. No nos acostumbremos a los límites impuestos por una realidad excesivamente superficial. No pequemos de ser demasiado acomodaticios y conformistas. El corazón sabe bien que podemos amar más y con mayor alcance. No seamos meros zombis desesperanzados, marionetas a la deriva en una sociedad que vaga sin rumbo y seriamente deshumanizada. Alcémonos y plantemos cara al reduccionismo materialista. Hemos de ser leones, como nuestro nuevo papa, capaces de no asumir lo inasumible, porque un mundo mejor es posible y deseable.
Es el que bajó del cielo el que una y otra vez nos anima a alzar la mirada, a aspirar a una transformación fundamental del propio ser y nuestras relaciones: la tierra ha de ser semejante al cielo, si logramos dar pasos imparables para lograr el Reino de Dios aquí en la tierra. ¿Imposible? Para los que creen, para los que ven lo que todavía no es no hay nada imposible. Jesús nos dice la manera: "Si os amáis como yo os he amado". No hay otra manera de acercar el cielo a la tierra, que lleguen a tocarse, que haya una simbiosis esplendorosa. Creamos y creemos, con la ayuda del Espíritu, que hace nuevas todas las cosas esa nueva vida que Cristo resucitado nos propone.
Miremos, pues, la tierra con el mismo afán creador con el que deberíamos leer el cielo, y todo se ira convirtiendo en maravilloso. De los que son como niños, de los que miran así, maravillados, con ese candor y esa capacidad de confiar, es y será el reino de los cielos, esa tierra nueva y esos cielos nuevos de los que habla el Apocalipsis. Es el momento de enfrentarnos al mal con la confianza de que el amor lo transforma todo. Dios está empeñado en que así sea. Colaboremos animosos con Él. Esta es la misión de los que formamos la Iglesia.