LO NUNCA VISTO
No sé, tal vez pecamos de exceso de realismo. Está muy bien eso de ser fiel a la realidad, sin filtros, sin engaños, tal y como es, es decir, llamar al pan pan y al vino vino. Cuando uno se limita a los hechos sin demasiadas interpretaciones, luego no se lleva chascos ni decepciones. Pero el ser humano no puede ser absolutamente objetivo, sino que uno construye su mundo y tiene a sobredimensionar o al contrario, a minusvalorar aspectos fundamentales que solemos pasar por alto. Aún así hay que ir aprendiendo a ver sin tanto juicio y sin tanto prejuicio, simplemente a dejar que la vista se pose en cuando de maravilloso hay por doquier.
No resulta tampoco demasiado infrecuente oír eso de que uno lo tiene ya todo muy visto, que nada llama la atención ni sorprende, como si hubiésemos vivido ya tanto que lo que tenemos delante nos hastía. De ser cierta esta afirmación, no sé muy bien entonces por qué andamos absolutamente subyugados al poder hipnótico de las pantallas. ¿No lo teníamos todo tan visto? Pues parece que queremos ver más y más de lo mismo hasta llegar acaso al hartazgo. Hoy casi ya no levantamos la vista para ver el horizonte, el cielo, las flores o el rostro del otro.
Puede que en realidad lo que nos pasa es que no sabemos mirar. El problema puede que no esté tanto en que la realidad manida se repita con una monotonía reiterativa, como que lo que resulta completamente desmotivador sea nuestra manera de mirar. En ese caso, somos nosotros los que no sabemos ver ni descubrir la asombrosa novedad de aquello que tenemos delante. Así pues, habría al menos dos tipos de ceguera: una causada por diversos problemas oftalmológicos, y otra porque nuestro estar en el mundo se colapsó de pesadumbre. No parecería desacertado aquello de que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Sabemos que Jesucristo atendió tanto a la primera como al segundo tipo de ceguera. Hoy fundamentalmente a la primera de dedican los admirables médicos; pero de la segunda, sí que podemos ocuparnos en este blog, de la ceguera por renuncia.
El Adviento es el tiempo litúrgico de incrementar la luz, si es que queremos salir de las tinieblas. Es un tiempo de espera esperanzada que aguarda con ilusión la llegada del Salvador. No tanto un tiempo de neones como de velas en la intimidad, más de escucha creyente que de grandes almacenes repletos y corazón vacío. Y es un tiempo de revisión para percibir por los ojos aquello que no vemos.
A este tercer domingo de Adviento se le denomina tradicionalmente como domingo Gaudete (Alégrate). No una alegría impostada, sino una alegría sencilla, porque ya está tan cerca el que ha de venir, que el corazón lo nota y el rostro lo refleja. Pero para descubrir ese manantial de alegría hemos de superar esa cortedad de vista que nos termina por sumir en el aburrimiento y en el desánimo. Si aprendemos a reconocer al Dios que viene y llega a hacerse hombre, entonces seremos capaces de contemplar el misterio de la la gloria del Señor.
Todo nuevo, renovado, distinto, resplandeciente. Es Él el Señor, que viene a salvarnos y por ello se abren los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos, y hasta el cojo es capaz de saltar como Un ciervo. ¿No lo ves? ¿Todavía no lo ves? ¿Es que no te das cuenta de que hay una nueva realidad que percibir y una nueva manera de percibirla?
El Bautista, preso y encadenado en la cárcel, no sé si le flojea el ánimo para mantener esa manera tan suya de ver con los ojos despiertos de la profecía, o será sólo que prefiere que sus discípulos vean por si mismos esa realidad que Jesucristo inaugura. El caso es que les manda ir a cerciorarse, a comprobar con sus ojos al que hace ver a los ciegos, escuchar a los sordos, andar a los cojos, a los leprosos, convertirse a los publicanos. Al que da cumplimiento a las Escrituras, el Mesías esperado. La realidad espiritual del Reino irrumpe con fuerza y es imparable. Lo nunca visto: a Dios hecho hombre rehumanizándonos con la fuerza de la ternura de Dios ya está operante y no tiene vuelta atrás.
Habrá quien quiera seguir sin ver lo nunca visto, el que quiera quedarse al margen de esta luz imparable de la auténtica Navidad, el que prefiera quedarse en el calabozo que no permite ver del todo, sólo de oídas lo nunca visto o el que mire las luces artificiales de una Navidad artificiosa. Pero a los que queremos empezar a ver de veras, Jesús nos responde ¿Qué salisteis a ver? Si reconocemos al Bautista como el predecesor, podremos contemplar al que él anunciaba: el Cristo, el Señor, el Dios humanado. Él nos capacita para ver y valorarlo todo de un modo nunca visto.
Si ves una luz nueva, una estrella nueva que apunta a lo desconocido, distínguela, reconócela y síguela. Algo en lo más profundo de ti te dirá que estas en lo cierto, en el camino que lleva a Belén, a contemplar y adorar a ese pequeñín entre pañales. Ahí está presente lo nunca visto.

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