sábado, 4 de octubre de 2025

Elegir bien el terreno

ELEGIR BIEN EL TERRENO


No nos llevemos a engaño elegir, y además elegir bien, es un asunto complejo y complicado. Pues aunque en nuestro día a día, estamos continuamente realizando elecciones, a veces muy a la ligera y sin haber sopesado la idoneidad de cada una de las diferentes opciones. Hay elecciones muy fáciles de tomar, pero menos habituales, que tratamos de no tener que tomar, pero que al final no nos queda más remedio, porque terminan siendo inevitables si queremos avanzar.

Tal vez aprender a vivir es aprender a decidir y aceptar aquello que hemos ido eligiendo. Asumir tanto errores como aciertos, y llegar a ser uno mismo con todo ello, pues hasta los tropiezos implican avance. Don Quijote, a veces, llegados a un cruce de caminos, dejaba que Rocinante fuera el que decidiera cuál era el camino por el que seguir, daba tanto uno como otro, pues cuando va el caballero andante, la aventura, hilada por la magistral pluma da D. Miguel de Cervantes, está más que asegurada. Todo camino puede ser un itinerario estimulante para el aprendizaje y el crecimiento.

La cuestión de la elección se complica bastante más cuando las opciones por las que inclinarse no son solamente dos, donde el margen de acierto era el mismo que el de error, sino que aparecen múltiples variantes que complican y dificultan seriamente la toma de decisiones. Ahí ya la cosa cambia y las posibilidades de tomar la opción correcta son mucho menores. ¡Qué gran misterio este de vivir decidiendo antes de poder hacer el balance de las consecuencias, pero también qué gran aventura! 

Normalmente, la mayor parte de las decisiones que implica la vida no presentan gran dificultad, porque son sobre algo externo a nuestra ser: lo que preferimos, lo que nos interesa, con qué nos entretenemos o que actividad realizamos; pero el evangelio no se ocupa demasiado de este tipo de elecciones de poca monta, sino, por el contrario, de aquellas que afectan de lleno a nuestra propia existencia, las que van a marcar nuestro periplo existencial. Son las decisiones que nos permitirán ser nosotros mismos de manera definitiva, y eso ya sí que son palabras mayores. En estas decisiones, de profundidad o de raíz, es donde nos lo jugamos todo, donde podemos ganar o perder por completo nuestra vida.

Las lecturas de este domingo XXVII del tiempo ordinario, en el que la Iglesia celebra a la vez la jornada del migrante y también el VI domingo por la comunión eclesial, el salmo nos indica que no endurezcamos el corazón, sino que ojalá lo abriésemos de par en par a esa palabra vivificadora de Dios, y por su palabra, arraigue en nosotros su Espíritu, para que poco a poco, se produzca en un hermoso y fructífero proceso, y nos transformemos en seres capaces de amar de verdad a los otros, de construir puentes de encuentro y colaboración los unos con los otros.

Nos dice Jesús en el evangelio que pidamos al Padre que nos aumente la fe, para que con esta manera de vivir sea posible realizar su voluntad; para que nuestras decisiones acierten con el terreno donde queremos arraigar y crecer como los seres humanos que se atreven a soñar y a posibilitar cambios y mejoras. Empecemos ya a servir para ese propósito del reino, en lugar de replegarnos sobre nosotros mismos y sobre nuestras heridas. Entonces no desecharemos nuestras capacidades, sino que sabremos ponerlas en común para transformar nuestras vidas y nuestro entorno.

Por tanto, debemos elegir bien el terrenos sobre el que vamos a cimentar nuestro proyecto vital. Esta cuestión es crucial. Podremos echar raíces en el legado precioso que se nos da, que, según nos propone San Pablo en la segunda carta a Timoteo, es "el precioso depósito del Espíritu Santo que habita en nosotros", "no un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza". Este es buen terreno, quien cultiva en él acierta de plano y su vida da fruto abundante.

Ay, si tuviéramos la fe de un granito de mostaza, tal y como nos propone el evangelio, todo lo venceríamos, todo lo lograríamos, no con nuestras propias fuerzas, sino porque Dios se vale de los humildes, los que se abren sin doblez a su obra para hacer grandes cosas, porque nosotros somos tan sólo siervos inútiles, que hacemos lo que deberíamos hacer: ponernos a su servicio, trabajar concordes en su viña, tender puentes de entendimiento con los otros, abrazar la diferencia, amar, amar como Él nos enseña, como él nos ha amado.     

Desengañémonos de que para tener éxito hay que competir con los otros, es un engaño; más bien es justamente al contrario, para que tu vida tenga plenitud, no has de competir, sino escoger con acierto desde qué terreno quieres desarrollar tu vida. Tú eliges si sobre aquello que te ofrece el mundo (individualismo, consumismo, superficialidad...) o sobre el plan del Dios vivo, que te habla en el evangelio y te llama a una transformación luminosa de lo humano, a sacar a la luz la belleza esencial que tú eres.

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