RENOVAR LA ESPERAZA
Si se mira y juzga precipitadamente, se corre el riesgo de no acertar. Si no nos paramos demasiado a observar con detalle, bien puede darnos la impresión de que los humanos, al menos en países desarrollados, vivimos una fiesta constante a la que no queremos renunciar. El que más o el que menos trata de disfrutar en todo momento y a costa de todo como si nos fuera la vida en ello. En un vistazo rápido puede parecernos que derrochamos vitalidad y alegría. Pero tal vez no sea tan así como creemos.
Terrazas llenas de amigos, restaurantes en los que sin reserva no se te ocurra presentarte, vacaciones a todo lujo, aforo completo en tantos lugares de ocio; pero, al mismo tiempo, los informes demoledores sobre soledad no deseada, sobre el consumo de ansiolíticos o sobre depresiones y suicidios, desmontan la ficción de estar en la tan cacareada sociedad del bienestar. Desengañémonos, no es oro todo lo que reluce, sobre todo si pretendemos mirar sin hacernos trampas a nosotros mismos. Como aquella película titulada Lo que la verdad esconde, hay mucho más que tal vez, por acción u omisión, se nos esté pasando inadvertido.
En esa línea se viene pronunciando en los últimos años el último premio Princesa de Asturias, el filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han. Tanto es así, que terminaba su discurso de agradecimiento en la recepción del premio afirmando que "Algo no va bien en nuestra sociedad". Podemos, por tanto, observar y reflexionar, tomar nota, leerle y debatir, a ver si esa supuesta felicidad no es más que otra farsa más, otro bulo que estamos dispuestos a dar por bueno, pero que no es real.
La Iglesia Católica siempre ha hecho hincapié en la esperanza como una de las virtudes teologales que no podemos permitirnos perder sin errar el rumbo. Andamos ahora metidos en pleno año jubilar de la esperanza, Y el actual papa León XIV acaba de sacar una extraordinaria carta apostólica, titulada "Trazando nuevos mapas de esperanza", en la que aborda la educación como acicate para renovar la esperanza, aprovechando la educación para promover una cultura más humana y justa.
No podemos permitirnos ceder a la desesperanza y celebrar y consumir la propia vida y las demás como huida del pesimismo profundo en que como sociedad vamos cayendo, como si nada tuviera remedio y estuviésemos abocados a un fin desesperado y agónico. Sabemos que lo peor que podríamos hacer es resignarnos y refugiarnos en un victimismo insolidario, en lugar de ponernos a los remos y escapar de ese atolladero al que nos conducirá irremisiblemente haber perdido la esperanza y puestos a perder, también la fe, la caridad y hasta lo que nos quede aún de humanidad. La educación ha de servirnos para revertir esta tendencia mortal ha que estamos sucumbiendo. La tarea educadora ha de estar preñada de esperanza y ser motor de transformación.
Bien podríamos alterar el refrán y decir: "Dime tu esperanza y te diré cómo estás". Si quieres, puedes parar un momento y preguntarte sobre lo que esperas de ti mismo y de los demás; lo que esperas de la vida y en la vida. Y también, puestos a autocuestionarnos, planteartse lo que espera cada uno tras la muerte. Casi es obligado al comienzo de este mes de noviembre volver a enfrentarse a la propia finitud y la de los seres queridos que ya han partido. Y ahí no hay muchas posibilidades: o aceptamos la desaparición total, o atisbamos esperanzados una continuidad, o al menos su razonable posibilidad.
Qué bueno sería poder renovar la esperanza como si se tratara de un delicadísima planta de la que nacen las ganas de vivir y de hacerlo con la verdadera alegría capaz de transformar la desesperanza reinante en ánimos y entusiasmo. La palabra de Dios de este sábado, Día de todos los santos, como del domingo, celebración de los fieles difuntos, sí que puede insuflarnos la luz de la que se nutra nuestra esperanza. Luz que anuncia el triunfo sobre la oscuridad y las tinieblas.
Jesús se dirige al pueblo numeroso que acudía a escucharle y les anuncia la seguridad del triunfo sobre toda penalidad. En el sermón de la montaña afirma que los que ahora sufren van a ser bienaventurados, felices, porque el Dios de misericordia no abandona a los hombres. El Hijo de María ve más allá, apunta a un futuro profético en que lo negativo va acabar y cambiar definitivamente. Creer en las palabras hermosísimas de Jesucristo sostiene nuestra esperanza. La actuación de Dios acabará contra todo mal propiciado y permitido por los hombres sin esperanza. Llegarán días firmes en que el triunfo del bien prometido por el Dios de vivos transforme nuestra condición. El Señor tiene preparado para sus amigos los santos, los que vivieron en fe, esperanza y caridad un lugar junto a Él. No se puede aspirar en esta vida a nada mejor, la otra la eterna en festiva comunión.
Ojalá nos queden algo más claras aquellas palabras de Václav Havel cuando apuntaba que "la esperanza no es una convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que vale la pena luchar por una causa justa independientemente del desenlace". Llevar a cabo la realidad del Reino, luchar por el proyecto de Jesús, ser santos en la capacidad de amar, merece por completo la pena, aunque el desenlace se encuentre aquí y todavía más allá de este mundo. Aprendamos a mirarnos con otra perspectiva para que se pueda renovar nuestra esperanza. Atrevámonos a ser bienaventuranza, anticipo y promesa del don de Dios de todo consuelo.
Sabemos que Cristo resucitó y resucita aún resucitándonos. Todos los hermanos que por el bautismo nos hemos unido a Él, ya participamos de su muerte y resurrección. No temamos a la muerte, porque ya no puede acabar definitivamente con la vida. Contamos con una vida divina que ha de estar operativa en cada uno de nosotros. Por tanto, no hemos de temer ni estar cabizbajos. Los que ya partieron, nuestros seres queridos, a los que seguimos añorando, ya están con Él en la vida eterna. Conocemos al que es la verdad, el camino y la Vida, y es justamente Él el que nos garantiza el acceso al Padre y al cielo. ¿Cómo no vamos a estar esperanzados los que hemos conocido su amor?
Lo que ahora no vemos, lo que ahora no llegamos a entender, lo que ahora todavía nos apena y entristece, debe comenzar a transformarse en segura esperanza de poder compartir el amor con Dios Padre, Hijo y Espíritu, con todos santos y familiares y amigos difuntos. Allí serán enjugadas nuestras lágrimas y seremos bienaventurados con los bienaventurados, porque supimos amar y supimos optar por vivir para el amor a Dios y a los prójimos con los que tuvimos la suerte de compartir nuestras vidas. Hoy agradecemos, recordamos y rezamos por los que se fueron, dejándonos también un hueco palpable, sabiendo que ya descansan en la bienaventuranza del Señor. A Él nuestra alabanza por los siglos.

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