Ha tenido que venir una pandemia para que nos diéramos por fin cuenta de que vivíamos demasiado instalados, de que la sociedad del bienestar realmente era una milonga, una engañifa, un vano sueño. De buenas a primeras nos las hemos tenido que ver con una realidad durísima, llena de aristas, que se nos impone con ferocidad y a la que no estábamos acostumbrados. Ya no sirve seguir mirando hipnotizados por más tiempo a las pantallas. Este amargo chapuzón en la cruda realidad de la pandemia nos ha desestabilizado por completo, pero al menos podemos despertar y tomar conciencia de lo que somos y de lo que nos está pasando.
Y lo primero que constatamos es que estamos vivos, y por tanto que la vida no es algo que esté ahí por descontado siempre, sino que hay que cuidarla, protegerla, compartirla y disfrutarla, porque puede venir un minúsculo virus y causarnos daños irreparables. Entonces resulta que constatamos que nos necesitamos unos a otros, porque todos somos frágiles, estamos igualmente indefensos, somos tan vulnerables. Que ya no sirve mirar al otro como un desconocido, o en el peor de los casos como a un rival, sino como otro igual que yo en debilidades, pero también en fortalezas. Qué bueno será que ya para siempre contemos los unos con los otros, nos volvamos más cercanos.
Son en estas situaciones límite cuando suele salir a relucir lo mejor de los seres humanos, la solidaridad entre vecinos, la lucha por causas nobles. ¿No lo habéis notado? Esa inmensa capacidad para luchar y resistir, para afanarse por el otro (ser buenos samaritanos) estaba dormida en cada uno de nosotros y se ha despertado. No olvidaremos tantos y tantos ejemplos de gente buena y comprometida que se han entregado por el bien de los otros: personal sanitario, agentes de seguridad, cajeros, transportistas, profesores, sacerdotes, etc. ¡Qué enorme valor tienen ciertos gestos cuando se hacen con gratuidad!
Esta sociedad individualista en que vivíamos instalados se ha resquebrajado, y paradógicamente ante un gran mal, hemos respondido con esa capacidad extraordinaria para hacer el bien. A este virus maligno le vamos a ganar recuperando esa capacidad de estrechar lazos entre nosotros, que es la que realmente nos humaniza.
Hemos vivido, y estamos todavía viviendo, días horribles, de grandes pérdidas. Muchos, principalmente gente mayor o delicada, nos han dejado de manera fulminante e inesperada. Nos hemos quedado huérfano de familiares y amigos. Y ahora hemos de seguir remontando la existencia asumiendo esas ausencias que seguirán lastrándonos a todos. Pero a pesar de todo seguimos confiando en que Dios, ese Dios que se hace hombre y llega incluso a asumir nuestro dolor pasando incluso por la cruz, ese Dios que en ningún momento se ha desentendido de nosotros, que ha estado allí sufriendo y sosteniendo el sufrimiento de tantos en hospitales y casa.
También en estos días hemos estado especialmente unidos, siempre manteniendo el contacto y pendientes de que todos estuviéramos bien. Especialmente aquellos que desde las parroquias se han ocupado de organizarse y acompañar telefónicamente a la gente mayor y enferma. Y si había que llevarle la compra o los medicamentos también se ofrecían. Entre ellos muchos también han sentido la necesidad de incrementar la oración en estos difíciles recogerse y dirigirse a aquel del que uno siempre puede fiarse. El Señor nos ha dado una fuerza indudable para afrontar de la manera más positiva y creativa esta situación.
Asimismo han sido días de cierta privación, pues al no poder salir casi de casa teníamos que prescindir de aquello que hubiéramos querido y conformarnos con lo que hubiere. Además, hemos compartido más con los demás. Curiosamente teníamos menos pero compartíamos más.
En definitiva, casi sin percatarnos hemos estado haciendo una desconocida mezcla de Cuaresma y cuarentena forzosa a nivel global, en todas la tierras. En lugar de pasar por el desierto, nos ha tocado transitar por una terrible pandemia, atravesarla de lleno. Muchos de los nuestros no lo han superado, pero aquellos que todavía seguimos en este periplo tenemos que llegar transformados, con un aprendizaje existencial que ya nos impida volver a acomodarnos en la superficialidad intrascendente. Al menos hagámoslo por ellos, ya no perdamos ni la solidaridad, ni la gratuidad (esto es la caridad), ni la fe y por supuesto tampoco la esperanza, porque como ya decía la mística inglesa Juliana de Norwich (1342-1415) TODO IRÁ BIEN.
Víctor Manuel García de la Fuente
Y lo primero que constatamos es que estamos vivos, y por tanto que la vida no es algo que esté ahí por descontado siempre, sino que hay que cuidarla, protegerla, compartirla y disfrutarla, porque puede venir un minúsculo virus y causarnos daños irreparables. Entonces resulta que constatamos que nos necesitamos unos a otros, porque todos somos frágiles, estamos igualmente indefensos, somos tan vulnerables. Que ya no sirve mirar al otro como un desconocido, o en el peor de los casos como a un rival, sino como otro igual que yo en debilidades, pero también en fortalezas. Qué bueno será que ya para siempre contemos los unos con los otros, nos volvamos más cercanos.
Son en estas situaciones límite cuando suele salir a relucir lo mejor de los seres humanos, la solidaridad entre vecinos, la lucha por causas nobles. ¿No lo habéis notado? Esa inmensa capacidad para luchar y resistir, para afanarse por el otro (ser buenos samaritanos) estaba dormida en cada uno de nosotros y se ha despertado. No olvidaremos tantos y tantos ejemplos de gente buena y comprometida que se han entregado por el bien de los otros: personal sanitario, agentes de seguridad, cajeros, transportistas, profesores, sacerdotes, etc. ¡Qué enorme valor tienen ciertos gestos cuando se hacen con gratuidad!
Esta sociedad individualista en que vivíamos instalados se ha resquebrajado, y paradógicamente ante un gran mal, hemos respondido con esa capacidad extraordinaria para hacer el bien. A este virus maligno le vamos a ganar recuperando esa capacidad de estrechar lazos entre nosotros, que es la que realmente nos humaniza.
Hemos vivido, y estamos todavía viviendo, días horribles, de grandes pérdidas. Muchos, principalmente gente mayor o delicada, nos han dejado de manera fulminante e inesperada. Nos hemos quedado huérfano de familiares y amigos. Y ahora hemos de seguir remontando la existencia asumiendo esas ausencias que seguirán lastrándonos a todos. Pero a pesar de todo seguimos confiando en que Dios, ese Dios que se hace hombre y llega incluso a asumir nuestro dolor pasando incluso por la cruz, ese Dios que en ningún momento se ha desentendido de nosotros, que ha estado allí sufriendo y sosteniendo el sufrimiento de tantos en hospitales y casa.
También en estos días hemos estado especialmente unidos, siempre manteniendo el contacto y pendientes de que todos estuviéramos bien. Especialmente aquellos que desde las parroquias se han ocupado de organizarse y acompañar telefónicamente a la gente mayor y enferma. Y si había que llevarle la compra o los medicamentos también se ofrecían. Entre ellos muchos también han sentido la necesidad de incrementar la oración en estos difíciles recogerse y dirigirse a aquel del que uno siempre puede fiarse. El Señor nos ha dado una fuerza indudable para afrontar de la manera más positiva y creativa esta situación.
Asimismo han sido días de cierta privación, pues al no poder salir casi de casa teníamos que prescindir de aquello que hubiéramos querido y conformarnos con lo que hubiere. Además, hemos compartido más con los demás. Curiosamente teníamos menos pero compartíamos más.
En definitiva, casi sin percatarnos hemos estado haciendo una desconocida mezcla de Cuaresma y cuarentena forzosa a nivel global, en todas la tierras. En lugar de pasar por el desierto, nos ha tocado transitar por una terrible pandemia, atravesarla de lleno. Muchos de los nuestros no lo han superado, pero aquellos que todavía seguimos en este periplo tenemos que llegar transformados, con un aprendizaje existencial que ya nos impida volver a acomodarnos en la superficialidad intrascendente. Al menos hagámoslo por ellos, ya no perdamos ni la solidaridad, ni la gratuidad (esto es la caridad), ni la fe y por supuesto tampoco la esperanza, porque como ya decía la mística inglesa Juliana de Norwich (1342-1415) TODO IRÁ BIEN.
Víctor Manuel García de la Fuente