ENTORNO AL FUEGO
Han llegado ya los primeros fríos; las temperaturas inician ya ese descenso progresivo; avanza el otoño; se contrae la tierra por nuestras latitudes, y al mismo tiempo también nuestra alma parece otoñarse. Volvemos a sacar los jerséis, las mandas, las botas y los abrigos. Buscamos caldearnos por dentro y por fuera, y añoramos aquella estampa antigua en que se solían reunir entorno al fuego y callar, para escuchar crepitar las llamas mientras consumen un viejo leño. ¡Qué tiempos!
Y es que hoy es raro disponer de una cálida chimenea en ninguno de nuestros modernos pisos. Seguimos llamándolas hogares, pero, aunque tengan wifi 5G, carecen de ese hogar en que el calor de la lumbre se expandía para todos. Algunos incluso recurren a las tecnologías para suplir el fuego verdadero, y proyectan en la pantalla de su smart TV, un simulacro de hoguera, que, aunque ni quema ni echa humo, aparenta arder y crea un clima sumamente agradable y decorativo.
Este domingo Jesús nos habla del fuego, de la luz, de la llama inextinguible. Algunos saduceos, trataban de tenderle una trampa a Jesús; para ello le cuentan una parábola y le formulan una pregunta capciosa sobre la vida eterna, en la que ellos no creían. Pero Jesús les recuerda el episodio de la zarza ardiente, esa llama que permitió que Moisés, mientras pastoreaba en el monte Horeb, percibiera la presencia del Dios Viviente. ¿Cómo es posible descubrir en lo ordinario el misterio insondable de lo extraordinario? ¿Se puede acaso atisbar esa experiencia de Dios en medio de esta vida gris y apresurada que llevamos?
Sí, definitivamente hay seres portadores de fuego; hay personas que se han aproximado a ese fuego incombustible, a esa zarza ardiente e inédita; hay seres que han descubierto quiénes eran verdaderamente a la luz inequívoca de Dios. No son frecuentes entre las multitudes, cierto, pero están entre nosotros. Hablan más pausadamente; divisan un horizonte que a los demás se nos escapa; escuchan y callan de otra manera, como si les fuera el alma en ello; y hasta puedes percibir una luz distinta y más afable en su mirada. El Papa Francisco se refiere a ellos como los santos de la puerta de al lado: personas que con su vida se asemejan a Jesucristo, y por ello viven para los demás, haciéndonos todo el bien que pueden.
Frente a estos saduceos incrédulos e interesados (no olvidemos que eran tan prácticos que para seguir instalados en el poder, colaboraban de buen grado con el invasor romano), que reducen toda vida a nuestro paso por la tierra, y niegan la posibilidad a que ese Dios, que es amor comprometido, amor que se encarna y da la vida por nosotros, rompa con los límites de la muerte y nos abra definitivamente una vida que no se extingue, un fuego poderoso y cautivador, el del amor eterno.
Puede parecernos que es algo reciente esto de solo dar pábulo a lo evidente y mensurable, pero antes de la aparición del método científico ya se daba el mismo sesgo que limita todo a lo evidente y previsible. Pero sabemos que en última instancia la vida humana es mucho más, rica, variada y compleja, como para reducirla a unos moldes excesivamente simplistas. Con los ojos de los saduceos jamás Moisés hubiera descubierto esa zarza ardiente, aunque pasara a su lado, porque se salía de sus esquemas, de sus expectativas y sus juicios anticipados. Tal vez para dejarse atrapar por la zarza que arde y no se consume, tal vez haya que tener más ojos de poeta -o de científico- que de bien acomodado saduceo.
En estos días primeros del mes de noviembre nos hemos acordado de aquellos santos anónimos que nos precedieron, esos que ya gozan del banquete eterno. Y también nos hemos acordado de todos los difuntos que ya se nos fueron. Todos los que nos dejaron, partieron, pero los recuerdos, el amor y el agradecimiento que nos dejaron hacen que permanezcan vivos -y bien vivos- en nuestro corazón y en nuestra memoria. Nadie nos va a convencer que la muerte puede acabar con todo y con todos, sabemos que el amor es más fuerte que la muerte, y que Dios, que es un Dios de vivos y no de muertos, no deja que ninguno perezca, sino que vivamos para siempre.
Creemos en el amor, el amor que es fuente verdadera de vida, y de una vida tan plena que perdura y supera todo mal. Este es el Dios Padre de Jesús, en el que Él creía y el que resucitó a su Hijo y con Él a todos los que hemos optado por amar y vivir para siempre.
Que bueno sería que pudieras acercarte en algún momento a ese fuego del hogar, en el que arde lo sagrado, y pudieras simplemente permanecer descubriendo que efectivamente el misterio de Dios está perceptible en la vida, una vida inextinguible, un amor que no cesa ni se consume. Calla, escucha y que en tu corazón arda el amor y la esperanza.
El que vive en la esperanza de la resurrección, aún dentro de su pobreza, va sembrando vida con sus palabras, sus gestos, sus decisiones. Es capaz de compartir lo que tiene y lo que vive porque se sabe hermano y compañero de camino en esta peregrinación hacia la casa del Padre. Ahí es donde se juega nuestra fe y nuestra esperanza.
ResponderEliminar“Nosotros hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos” (1Juan 3,14). Siempre que cumplimos el testamento de Jesús de “amarnos como Él nos ha amado” hacemos experiencia de la Resurrección.
Perdonad, se ha publicado dos veces
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