DESDE DENTRO
Nos parece facilísimo distinguir y separar, pues no hay que ser demasiado entendido para ello. Al menos desde el pensamiento occidental en el que estamos inmersos, nos resulta connatural esa visión que proyectamos sobre la realidad, identificando algo en concreto frente a lo que no lo es ni parecido. Analizamos y separamos así el grano de la paja, las peras de las manzanas, o incluso las ovejas de las cabras, porque nos parece lo inteligente y sensato, y efectivamente así lo es. Aunque, tal vez, también precisamos no olvidarnos de que es posible alguna otra manera de conocer, que justamente es complementaria a la que solemos emplear; no la perspectiva que tiende a dividir, sino más bien la que une e integra. Y es justamente ahí en donde tendemos hacer aguas. Tan necesaria es la tarea de clasificar diferenciando, como la que ve más allá de las diferencias y logra encontrar semejanzas y puntos de conexión que no resultaban tan evidentes.
Y es que esto de elaborar conocimientos válidos parece ser muy complicado. Mientras las ciencias han progresado muchísimo mediante la especialización, la espiritualidad busca más aunar, relacionar y hasta superar contrarios. Es verdad que hoy en día, en el desarrollo científico se combinan la especialización con equipos multidisciplinares, porque los saberes científicos se precisan los unos a los otros y se quiere superar las barreras que una visión exclusiva y reducida de los hechos no era capaz lograr. Es evidente que cuatro ojos ven más que dos, y que para poder disponer de mayor y mejor información se requieren distintos puntos de vista, no siempre coincidentes.
Ni todo es contrario ni todo ha de ser opuesto. Los electrones han de saber danzar con los protones y con los neutrones. ¡A qué tremendo caos podríamos llegar si prescindiéramos de cualquiera de ellos! Así también, lo exterior, tan valorado, ha de contar con otra parte constitutiva que es la interior. Ambas, la externa y la interna son caras de la misma moneda, esto es, de la realidad completa y compleja de las cosas y los seres. Qué error sería quedarnos solo una de ellas, negando la otra, o entendiéndolas como independientes, exclusivas y hasta opuestas. Para aproximarnos a la realidad todas las caras de la verdad cuentan. La verdad debe ser en gran medida polifacética e integradora.
Y este domingo en el que en Madrid capital celebramos la Virgen de la Almudena, en todo el orbe católico también coincide con la dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, catedral de Roma y uno de los templos más antiguos y relevantes, pues se la considera madre de todas la iglesias del mundo. Será por eso que las lecturas se centran en la idea de templo, es decir, santuario en el que mora el Santo.
Y aquí para hablar de templo sí que nos vienen muy bien las categorías que habíamos anteriormente comentado: exterior, superficie o fachada, e interior, profundidad y esencia, no como opuestos, sino como interconectados Exteriormente muchas de nuestras iglesias son construcciones excepcionales y soberbias. En especial aquellas con más solera e importancia, son monumentos visitados y retratados por los turistas. El mero hecho de llamarse basílica, como es esta de San Juan de Letrán, ya nos está indicando un tipo de construcción que ya empleaban los antiguos romanos como uno de los edificios construidos para las reuniones de los altos cargos y representantes. Allí se decidían y acordaban las cuestiones de mayor índole. Toda iglesia basílica hereda ese trazado, y por tanto, no es un edificio menor, sino que será amplio, elegante y suntuoso. Digno de lo que dentro se celebra, esto es, el culto al Absoluto.
Pero además de lo exterior, lo que confiere verdadero sentido y sostiene a la basílica como templo, es lo interior. Es casa de oración, es templo, es por ello el ámbito de realidad donde uno entra y se interna precisamente a abrir su interior a la presencia y relación con ese Dios invisible, que allí mora sin hacerse evidente. Los acuerdos a los que se puede llegar con ese Dios Trinitario no son los mismos a los que llegaban los senadores y letrados, sino a unos aún más íntimos y cruciales: son asuntos de amor verdadero, de libertad interior y recogimiento. Uno ha de entrar al templo, ya sea basílica o no, transformándose a su vez en un templo vivo, en el que también está presente ese Dios que nos habita.
Leamos y escuchemos en esa clave estas lecturas que nos propone hoy la Iglesia. Del profeta Ezequiel nos viene un texto bellísimo, donde se nos describe que del templo brota y se escapa un agua que inunda a su paso los paisajes de vida nueva y perenne. Ojalá llegue dicha agua rebosante hasta nuestros pies, o mejor hasta lo más remoto de nuestro ser, ese agua que nos dota de vida en el Espíritu. Así, si lo de dentro no se agosta, sino que está bien fresco, el exterior será reluciente, porque el correr del agua del Espíritu por nuestros capilares se nos llenará el rostro de ánimo y alegría. Que corra por las calles de nuestras ciudades también esa agua de la cordialidad y el encuentro. Que se encharquen las plazas de esa presencia que nace desde dentro. Así será maravilloso convivir aquí en la tierra como en el cielo, pues todo será ya templo vivo.
Y el apóstol San Pablo en la primera carta a los Corintios, nos recuerda que nuestro cimiento no es otro que el mismo Cristo resucitado; a Él nos debemos, habita en nuestro propio templo, y por ello debemos sentirnos basílica consagrada, pequeña, humilde y personal, pero enorme y grandiosa por dentro, porque Él está y vive para llenarnos de vida, y de vida divina. Estamos consagrados como verdaderos templos humanados, para a su vez ser constructores de un templo mayor y fraterno: comunidades que acogen y siguen a Cristo vivificador, es decir, su Iglesia.
Y finalmente, vemos en el Evangelio de San Juan como Jesús no se resigna a que no respetemos la función principal del templo. Dios reside en él, y en mayor medida ahora que acaba de hacer su entrada el Hijo en el templo de Jerusalén. No podemos seguir haciendo negocios y ocupándonos de otros menesteres secundarios, cuando estamos ante Él. El templo es un espacio sagrado que hemos de aprender a respetar con silencio y veneración. Los comportamientos profanos están fuera de lugar cuando se nos hace presente el Señor. Si no quieres entrar en el templo, quédate fuera; pero no entres como si no estuvieras ante El que es y está. Jesús, que ha venido a unir lo divino y lo humano, no acepta esa falta de correspondencia por parte de los que no se enteran ni de dónde están y hasta comercializan con lo más sagrado, y les tira los tenderetes y les echa fuera. No vale quedarse sólo con lo exterior del templo.
Aprovechemos para que eche fuera de nosotros también todo lo que nos impide ese acceso al Dios interpersonal vivo que quiere hacer morada en nosotros. Colaboremos con Él para desmontar todo aquello que nos destruye como personas creadas a imagen y semejanza suya. Facilitemos esa presencia viva del eterno en cada uno de nosotros. Distingamos lo que divide y dificulta, para promover lo que agrupa e integra. Que entre el Señor en nuestro templo y expulse a los comerciantes, artífices del interés y del beneficio, para hacerle sitio a Él, el Dios verdadero que da paz y vida, y que ya se quede dentro y ser así templos vivos en los que Él habita. Ese dentro habitado y sereno, también ha de reconocerse desde fuera, pues somos un todo unificado, como María, que estaba oculta dentro del muro, hasta que apareció al exterior, la que ahora llamamos y veneramos como Santa María de la Almudena.
Gracias a la cáscara, el huevo sigue siendo huevo y conserva sus propiedades, pero no nos comemos sino lo de dentro, así también el templo sigue siendo templo por la carcasa, los muros, fustes, bóvedas y tejados; pero lo que alimenta el alma es el Dios que habita dentro. Nosotros somos también templos humanos y divinizados por el que asumió nuestra condición carnal. Dejémonos habitar por su Espíritu y dentro de nosotros brotará esa agua prometida que mana hasta la vida eterna.
