sábado, 7 de mayo de 2022

En el umbral del silencio

EN EL UMBRAL DEL SILENCIO



¿En nuestros días es posible aún hacer silencio? ¿Es necesario el silencio? ¿Podemos recuperar el silencio? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Has escuchado acaso el caer los copos de nieve, el roce de una tela, el latido de un corazón, el sonido que produce el viento al remover las hojas de los árboles o el titilar de las lejanas estrellas? ¿Has tratado de escuchar aquello que parece que nadie aprecia o que hacemos simplemente como si no existiera? ¿Te has parado a escuchar el sonido del silencio? Tal vez haya rumores insondables por descubrir y la verdadera vida que acontece e importa, pero permanece sepultada bajo el ruido externo o el propio ruido interior. 

A lo largo de la evolución del ser humano ha habido sentidos que se nos han ido atrofiando hasta solo quedar como un pobre vestigio de aquello que fueron. Se dice que hemos ido perdiendo parte de la capacidad olfativa que conservan otras especies animales, aunque todavía un olor nos puede retrotraer poderosamente a momentos intensamente vividos. Sí, es importante educar la capacidad sensitiva para poder apreciar la gama de tonalidades y llegar a descubrir mundos maravillosos, que de otra manera permanecen ignotos aunque los tengamos delante de nosotros. ¡Ay si abriéramos nuestros sentidos! 

Por ello, podría ser maravilloso recuperar un silencio esencial que nos cautivase, porque así nos sería permitido descubrir gran cantidad de matices que el ruido cubre sordamente. Pero fijar la atención, no quedarse en lo meramente aparente, agudizar los sentidos e indagar con sutilidad, debe ser solo apto para intrépidos. Y ¿Quién quiere ser eso? ¿Quién quiere conocer y conocerse? ¡Ay, si al menos tratáramos de asomarnos a todo aquello que damos por descontado no puede ser que exista!

A veces lo primero que conviene hacer es escapar de la sobreinformación, buscar resquicios por donde alcanzar cierta independencia, un pequeño atisbo de libertad, cierta fresca brisa. Para comenzar hay que partir de cero, borrar la pizarra, hacer tabula rasa, resetear y reiniciar de nuevo. ¡Ay si pudiéramos apartar todo lo que nos ciega y confunde y descubrir entre la maleza y la hojarasca el comienzo de una senda incipiente! Precisamente eso es lo más necesario, acallarnos, hacer silencio. Y entonces, allá a lo lejos empezarás a percibir el canto lejano de algún pájaro entre la fronda o la voz queda, apenas un rumor, que apunta precisamente a lo que estás buscando.

Un agudo teólogo afirmaba que el creyente es el que escucha la Palabra. Es esa escucha que se hace con las orejas, los oídos, pero también con las manos abiertas, los ojos cerrados, los labios, el corazón, y todo el ser cuando logra silenciarse. Solo alguien avezado en silencios podrá escuchar así. Y solo alguien que escucha así, sin interpretar ni imponer condiciones o prejuicios, podrá reconocer su voz. Una voz distinta, un voz que personaliza, que da sentido a todos los sinsentidos que nos desvelan, porque su voz es la del Amado, la que se escucha solo resonar en lo más íntimo.

El Evangelio de este domingo IV de Pascua nos propone escuchar la voz de Cristo, reconocerla y seguirla. Aunque quizás si no morimos previamente a la distorsión, no podremos escuchar aquella voz inconfundible que nos llama a resucitar con Él. Abrámonos, pues, a esa voz que dentro clama como manantial de vida tan sin hacerse notar. Experimenta la profundidad del silencio. Detecta con claridad esa voz amada que contiene la música más plena y que te llama.

¡Ojalá escuchásemos hoy la voz del Señor!





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