PREPARADOS, LISTOS, ¡YA!
Como es normal, la vida sucede según lo esperado, y, por tanto, sabemos bastante bien lo que cabe esperar que siga sucediendo. En principio está muy bien que suceda así, porque nos permite andar tranquilos y confiados, pues sabemos bien a qué atenernos y cómo resolver cuanto vaya produciéndose en nuestros días venideros. De lo contrario, cuando uno no tiene cierto control sobre lo que nos sucede y vivimos sujetos a un margen de incertidumbre muy grande, se nos dispara la ansiedad, porque nos encontramos totalmente indefensos. No hace tanto que hemos pasado por una lamentable situación totalmente desconocida en que prácticamente nadie sabía cómo había que actuar con acierto. Me estoy refiriendo a la pandemia que nos pilló desprevenidos y nos ha dejado todavía bastante maltrechos.
Por contra, ocurre también que cuando todo es previsible, nos va poco a poco invadiendo una modorra que produce vivir sumidos en una aparente y constante rutina. En esta sentido se puede incluso llegar a escuchar a alguien que se queje de que su vida es gris, monótona, anodina, porque no le ocurre nada especial. Esas personas tratan de compensar esa falta de expectativas vitales tratando de consumir emociones fuertes, y para consumir su dosis de adrenalina y soltarse del todo la melena, practican deportes de riesgos o se toman una bebida muy energética, porque es que si no el día a día se les vuelve cuesta arriba, insoportable y, sin comerlo ni beberlo, la ilusión y el ánimo se les termina cayendo por los suelos. Andemos, pues, con ojo para no pisar o tropezar nosotros con esos ánimos que ciertos sujetos arrastran por las calles como si fuesen sus propias sombras.
No sé, pero tal vez la solución esté, como tantas otras veces, lejos de ambos extremos: ni depender absolutamente de que ocurran en nuestras vidas sucesos fuera de lo común, ni tampoco en buscar algo forzado y artificial que nos ponga a mil revoluciones. Más bien, la sensatez aconsejaría aprender a vivir cada momento de manera que en sí mismo sea ya insólito, irrepetible, único y cautivador. ¿Es esto posible? ¿Es posible mantener una disposición atenta y abierta ante lo que nos sucede sin que nos adormezca y hastíe? ¿No es acaso la vida suficientemente estimulante de por sí?
En la primera lectura de este domingo XXII de tiempo ordinario se nos propone que vivamos buscando ante todo la sabiduría, que eso ya da pleno sentido al vivir; que perseguir la sabiduría realmente supone la prudencia consumada. Que andar percibiendo la sabiduría que permanece velada en lo cotidiano nos librará de otros afanes menos meritorios. ¿Y entonces como es que no tratamos de vivir más sabiamente? Si el precioso salmo 62 exclama desde lo más profundo del corazón del salmista que "mi alma está sedienta de ti, que mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agotada, sin agua" ¿cómo es posible entonces que nosotros no reconozcamos también en el fondo de nuestro ser ese anhelo de sabiduría y de Dios. ¿Cómo vamos a vivir sin buscarle a Él, que es la Sabiduría?
Sí, nuestras vidas han de estar en continua búsqueda de lo que nos da el sentido y la verdadera felicidad. Cuando la existencia es vuelve espera que no desespera ni desiste, cuando uno se mantiene activo propiciando ese encuentro secreto e inmensamente feliz con el Dios que en todo y en todos habita, el Dios entrañable y apasionado por los hombres, ya nada puede resultar anodino o sin sentido, sino vibrante, sorprendente y fascinante.
El propio Jesús nos habla de eso mismo a través de la parábola de las diez doncellas, que de noche aguardaban la llegada del novio con el que van a casarse. La mitad de ellas fueron prudentes y se prepararon, mientras que la otra mitad no aprovechó ni se dispuso adecuadamente para poder recibirle. Cuando finalmente llegó el esperado esposo no fueron precavidas, pues no habían llevado el aceite de la ilusión y el entusiasmo pasa saber iluminar en la noche y poder advertir que ya llegaba.
No sé si nos deberíamos más identificar con las vírgenes prudentes o con las insensatas. Lo fácil, bien es verdad, es despistarse, desilusionarse, desmotivarse, terminar por bajar la guardia y dejar de atender a lo fundamental, es decir, a esa sabiduría de vivir amando la vida y todo lo que nos depara. Lo fácil es no acertar a vivir, desentendiéndose de la pasión que nos habita. Lo normal es no ser tampoco precavidos y no saber hacer acopio del aceite del amor habitual y cotidiano. Mucho me temo que más que aburrirnos la vida, nos vamos poco a poco hastiando de nosotros mismos, pues va a ser que en gran medida todo depende de la actitud que en ella mantenemos.
Sin embargo, para el enamorado, para el que ama a otro ser con todo su ser, todo le recuerda de continuo al amado: las estrellas, la brisa, el rumor del arroyo, una canción, cierto lugar... ¿Cómo va a adormecerse o amodorrarse el enamorado? ¿Qué amor ardiente sería ese que a la mínima se apaga? Tan solo el ejercicio del amor nos va a mantener despiertos y expectantes, el Amado, la Sabiduría, viene por todos los caminos, está ya tan próximo. ¿No lo notas? ¿No se te inflama el corazón con su cercana presencia? ¡Ay si acertáramos a vivir como verdaderos amantes! ¡Ay si estuviésemos constantemente preparándonos para ese Dios, misterio de cercanía, que viene a hacerse uno con nosotros. ¡Qué preciosa la vida es cuando se vive así, al filo del continuo encuentro!
Recuperemos la pasión por la vida, la gratuidad y el don de cada día. Recuperemos la ilusión por compartir momentos preciosos con todos los que nos salen al encuentro. Que vivir amándonos sea nuestro irrenunciable empeño. Sí, es posible mantener despierta la pasión por el Reino y la fraternidad. Para eso, y no para cualquier otra cosa, estamos vivos.
Preparémonos, estemos listos, porque el ya, no del pistoletazo de salida, sino el de la llegada, es cada ahora. Preparados, listos, ¡YA!
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