sábado, 5 de abril de 2025

De oídas

DE OÍDAS

A poco que uno sepa y/o haya leído, puede conocer que además del archifamoso asno que inmortalizó nuestro ilustre poeta moguereño, hay más burros que campan a sus anchas por la literatura. Sin ningún ánimo de ser exhaustivos, en la literatura clásica Apuleyo nos habla de uno que fue tan sumamente burro, que se pasó una buena temporada ejerciendo de burro sin serlo, pues se transformó en un miembro más de esa especie; y siendo burro debió de protagonizar toda una serie de aventuras. Y es que, tanto personajes como personas, puede haber por ahí sueltos que, por su poco juicio o por un obcecado comportamiento, más parecen burros que los que verdaderamente son estos particulares animalitos.

A otro equus africanus asinus, del que ya nos encontramos nosotros más cercanos, su propietario solía denominarle rucio, y que junto a su singular compañero, iban recorriendo nuestros territorios buscando aventuras con las que poder hacer el bien y dejar manifiesto su valor como caballero andante. También cierto muñeco de madera, que cobró vida por arte de la literatura, y que era proclive al crecimiento desmesurado de la nariz cuando faltaba a la verdad, se convirtió en burro capaz de seguir protagonizando múltiples burrerías, hasta que por el aprendizaje de la bondad, recuperó su anterior condición.

Y hablando de pollinos insignes, no podemos dejarnos en el tintero aquel que pasó la noche entera sin rebuznar siquiera para no despertar al niño, dormidito en el pesebre, en la noche más preciosa que ha habido nunca, cuando las estrellas brillaban emocionadas dándolo todo para expresarnos que la noche es también tiempo de iluminación y de salvación. O aquella otra burrita anónima en la que entró montado y triunfante el Señor en Jerusalén a darse ya por entero en la cruz, entre el alegre bullicio de pueblo exultante que proclamaba: "¡Hosana al hijo de David!" aquel primer domingo de Ramos, que desde entonces, no hemos dejado de revivir, reconociendo también nosotros al humilde mesías, el Salvador, montado el aquella anónima burrita.

Malo sería, por tanto, que aun conociendo con que facilidad los hombres desoyen las enseñanzas que les son dadas, terminaran asemejándose a brutos animalitos, aunque ciertamente hay cuadrúpedos que demuestran ser hasta más nobles y astutos que muchos humanos. Porque una cosa es tener orejas de burro, grandes y esplendorosas como penachos, y otra es usarlas con provecho, puesto que oigo, y lo que oigo lo escucho, y lo que escucho lo comprendo, sopeso y asimilo, para después sacar una útil enseñanza que aplico con justeza a la vida. Se podría llegar a decir que los seres humanos se vuelven burros es por propia decisión, por dejadez o por empecinada y cerril obcecación.

A Jesús se le conoce como el Maestro. De estos maestros de antes, que crearon verdaderamente escuela y discípulos, aunque no tenían pizarra a mano ni aula en que impartir su docencia. De esos maestros que no precisaron legarnos sus inigualables enseñanzas en un corpus de escritos, sino que de viva voz y de una vez para siempre hablaron, de tal manera que sus palabras permanecieron hasta nuestros días conforme al valor que se les concedía. Hoy, sin embargo, al parecer ya no se les reconoce el valor intrínseco que poseen dichas palabras, porque, salvo unos pocos que en el mundo han sido, son y serán, se prefiere el discurso falaz, anodino, soez y maniqueo, más acorde con la vida tozuda de burro humano que muchos prefieren llevar, pues se cree que escuchar y aprender está de más. ¿Aprender, qué y para qué?

El pasaje que nos presenta el evangelio este quinto domingo de Cuaresma es muy otro: tenemos al Maestro, ese que no nos dejó escrito alguno, solo sus palabras recopiladas por los suyos, que está escribiendo con el dedo en el suelo, es decir, que sí que escribía cuando se le antojaba, pero lo hacía en la arena en lugar de en otros soportes más perdurables. ¡Qué humilde receptáculo el de la tierra para merecer tan digna enseñanza! ¡Qué humildad la del Maestro, que no consideró a sus palabras merecedoras de que llegasen a los que no estaban presentes allí delante escuchándolas! ¿Qué signos trazaría? ¿Qué mensaje dejó allí escritas? Solo Dios -él mismo- lo sabe.

Lo que sí podemos saber, y no solo de oídas y leídas, sino porque en el corazón nos han quedado ya escritas muy hondamente, son las palabras que pronunció al tiempo que le presentaban una mujer sentenciada a la lapidación inmediata. Algunos querían ser más burros que cualquier bestia, y ensañarse con una mujer indefensa, porque de oídas ya sabían qué pensar y cómo comportarse: como verdaderos energúmenos. Pero Jesucristo les propuso: "El que esté libre de pecado que tire la primera piedra". Mucho se expuso ante una turba ávida de brutalidad al no darles la razón, sino a quitársela de raíz. Les pidió que antes de actuar, pensaran por sí mismos y examinaran su proceder, y no solo de oídas y cruelmente.

Una vez bien recapacitado, mira después a la persona que tienes delante y su corazón, no para condenarla con presteza, sino para compadecerte y reconocer su dignidad y su potencialidad para amar; entonces su falta será asumible y perdonable, más aún si además también tienes en cuenta las veces que el que se arroga el papel de juez implacable ha pecado también lo suyo. Juzga desde la misericordia, tal como Jesús ha venido anunciando y ahora de manera ejemplar también nos da buen ejemplo.

Por tanto, no sepas de perdón solo de oídas. La teoría y la teología están muy bien, pero para no ser un ser solo dotado de grandes orejas, sino que además le permiten a uno ir adquiriendo un verdadero aprendizaje, habrá de hacer experiencia de ese perdón que redime y restaura, de esa gracia generadora de nueva vida que nos regala una y otra vez el corazón de Jesús, que te mira con amor y te dice sencillamente "tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no peques más." Porque una cosa es creer que se sabe, porque algo simplemente se ha oído, y otra muy distinta hablar, sentir y vivir desde la experiencia fundante de haberte encontrado con Cristo, ese que iba escribiendo sus enseñanzas sobre la bendita arena. Ese que te otorga su perdón también a ti, incluso si has sido burro en alguna ocasión,