APRENDER A EMPEZAR
Todos hemos oído alguna vez que una imagen vale más que mil palabras. No sé si esto será así, porque en lo de establecer el valor a una imagen o a una palabra siempre habrá gran margen de variación, pues la mayor de las veces establecemos lo que valen las cosas según lo dicte el precio de mercado, sometido a la ley de la oferta y la demanda. Posiblemente dependerá también de qué imagen o qué palabra sea, porque hay imágenes que pierden su vigencia tan rápido o más que muchas otras palabras, mientras otras perduran en el tiempo sin desgastar ni un ápice de su valor.
La parábola que Jesús nos presenta en el cuarto domingo de Cuaresma es de esas palabras que conservan con absoluta rotundidad ese valor excepcional: la parábola del hijo pródigo. ¿Quién puede leer este evangelio y no percibir una honda resonancia dentro de sí? ¿Cómo no volver a leerla pasándola por el corazón?
Será porque estas palabras de Jesús permiten que nos reconozcamos en una experiencia de las más hermosas que nos es dado identificar. Un padre que no juzga los errores cometidos por su hijo, sino que en lugar de recriminar, abraza y facilita la reconciliación entre ambos. Tal vez ese abrazo, ese gesto -descrito magistralmente por Jesús- vale más que mil imágenes.
Quién más o quien menos puede verse reflejado en cualquiera de los tres personajes principales que protagonizan la parábola. Hemos sido algunas veces como el hijo pródigo, y hemos decido alejarnos y vivir al margen de los que nos que sabían amar. Tal vez en ciertas ocasiones no hemos sabido valorar y corresponder a ese amor genuino que se nos daba, bien porque lo dábamos por hecho o porque el amor a nosotros mismos nos dominaba. El hijo que regresa y con humildad se reconoce fracasado, arrepentido, pero con ganas de aprender a empezar, pero ya con la lección aprendida del amor, y desea corresponder a ese amor de su padre.
También, alguna vez, hemos podido parecernos al padre y perdonar sin hacer preguntas, porque el amor prevalecía por encima de los errores, discrepancias y heridas. Ese es el amor de Dios, ese que es sobreabundante y desmedido, ese que abraza restaurando todo nuestro ser a veces tan maltrecho. Qué belleza la de esas personas duchas en conceder con naturalidad a los demás ese perdón que transforma al que lo siente. ¡Cuánta necesidad tenemos de esas personas que aman así sin doblez y con ganas! ¡Cuánta necesidad tenemos de ese Padre que perdona amando a los que estamos aprendiendo a ser hijos, a perdonar y ser perdonados!
Y, finalmente también podemos identificarnos con el hijo mayor, que no sabe ser hermano, que no conoce la misericordia del padre y que se siente incapaz de perdonar, porque ni se conmueve ni se alegra por el regreso de su hermano, ya que entiende que la justicia según los hombres, y que por tanto el que la hace la paga.
Es buen momento para aprender a perdonar, perdonarnos y ser perdonados. Es la única manera sana que se me ocurre para aprender a empezar de nuevo a vivir, y a tratar de ser nuestra mejor versión y la de los demás y la de este nuestro mundo. Solo así podrá ser posible. Aprendamos de Dios a perdonar dando vida y vida en abundancia. Porque ni en muchas imágenes ni en otras tantas palabras aprenderemos el valor de perdonarnos, sino en el gesto del abrazo en el que el uno nos fundimos al otro en algo verdaderamente valioso.
Abrazar tal ver sea el arte de aprender a empezar. Pues empecemos desde ya a superar pandemias, individualismos y guerras con más y más abrazos, reconciliaciones y encuentros.
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