SER UNO MISMO
Indiscutiblemente, si hay un tema de verdad candente, este sería el de la identidad. Reivindicamos nuestra identidad y el derecho a que se respete nuestra identidad. En efecto, es necesario que se respete a toda persona o pueblo, independientemente de su idiosincrasia, gustos, peculiaridades, opciones, etc. ¿Pero sabemos en realidad de qué estamos hablando al referirnos al constructo de la identidad? ¿Podemos alardear de saber bien quienes somos?
En una sociedad profundamente relativista, donde la verdad hace ya bastante que se nos ha ido escapando de entre las manos, la identidad se ha vuelto un tema borroso a la vez que incuestionable. Parece paradójico que si no sabemos bien lo que nos pasa en un preciso momento, ni siquiera lo que nos está ocurriendo, ni lo que queremos, ni lo que buscamos, ni si vamos o venimos, ni tampoco de dónde venimos ni a donde vamos, es decir, que no tenemos nada realmente claro, podamos defender a ultranza, y a veces incluso como arma arrojadiza, nuestra supuesta identidad para considerar al diferente como una amenaza o como un enemigo al que combatir. ¿No habrá que escarbar más profundo en nuestra identidad para encontrar un poso común con todo y todos? ¿No estaremos terminando por ser meras marionetas de las ideologías en lugar de aprender a tratar de descubrir nuestra autenticidad?
El filósofo y sociólogo polaco Zygmunt Bauman hablaba hace décadas de la nuestra como una sociedad líquida, esto es, cambiante, incierta y precaria, en la que nada está ni seguro ni asegurado; sin embargo, y a pesar de que bien poco hay seguro, nos seguimos aferrando a aquello de mi identidad muy firmemente. Atrás quedó el conocido dicho socrático de solo sé que no se nada, porque mi identidad, basada en no sé bien qué, ni se discute ni se cuestiona, más bien nos limitamos a atacar y acatar el dogma legitimador de todas nuestras furias y fobias.
Tanto es así que hoy en día disponemos una gran gama de posibles identidades: atávicas identidades históricas reivindicadas y forzadas por los nacionalismos, tan propensos a excluir lo que no comparten o reconocen como suyo. También tenemos las identidades raciales, a pesar de que las Naciones Unidas hayan zanjado de modo definitivo la cuestión al confirmar que genéticamente solo podemos hablar en propiedad de una sola raza humana. Además habría que mencionar las nuevas identidades de género, aunque aún es pronto para poder consensuar si son 13, como afirman algunos, 37 como reconoce oficialmente el Estado Español, o incluso más de 100 como propuso alguna universidad británica. Vaya usted a saber; pero en esa línea podríamos llegar a plantearnos si realmente no habrá tantas identidades como personas, aunque todas con plena cabida en la común identidad humana por todos compartida.
Y es que. se mire por donde se mire, esto de la identidad es un derecho, sin duda, y debe seguir siéndolo, pero también un tremendo barullo. Cuesta muchísimo aclararse y saber responder a la eterna pregunta ¿Quién soy yo? Tal vez, para poder resolverlo se requiere ponerse a pensar en serio y durante largo tiempo, dejando al margen toda posible interferencia interesada de aquellos que deseen darnos ya la respuesta prefabricada y tratar de superar nuestros prejuicios. Pero ¿Quién tiene tiempo y ganas para ponerse en serio a buscar su propia identidad? ¿Acaso no hemos apartado ya a la Filosofía de nuestros planes de estudio para conseguir que cada vez menos alumnos lleguen a caer en la tentación de plantearse algo? Va a ser cierto, cuanto menos te cuestiones, más firme, sólida y rígida será eso a lo que llamas tu identidad.
Pero, una vez más, para hacer saltar todos nuestros esquemas por los aires, en el evangelio de este segundo domingo de tiempo ordinario, nos encontramos con un pasaje en el que dos jóvenes están dispuestos a realizar ese proceso liberador que les permita encontrarse con ellos mismos, y, por tanto, tratar de averiguar quiénes son. Comienza este episodio cuando escuchan una indicación, una pista o propuesta: Juan el Bautista, un buscador como la copa de un pino, proclama que el que está pasando es el esperado, es el Cordero de Dios. Ellos, que han escuchado, se ponen inmediatamente en modo búsqueda porque hay algo dentro de sí mismos que les insta a resolver su identidad resolviendo primero la identidad de Aquel que les salía al paso. Seguro que se trata de otro de los disparates del evangelio eso de que para saber quién soy yo deba también plantearme quién eres tú (y Tú).
Y se ponen a seguir a ese individuo, a ver comprobar por ellos mismos (no solo de oídas) qué hay de cierto. Pero es que ese tal Jesús se vuelve y se les pone a hablar. Además les pregunta a bocajarro por lo que buscan. Nada nuevo, pues ya hemos comentado que sin preguntas radicales no hay posible identidad, salvo que ésta sea facilona, supuesta e impostada. "¿Qué buscáis?"- les dice. Y es que para ser seguidor -y mira que me parece que esta ya es en sí misma una identidad- hay que ser un buscador de los pies a la cabeza. Ellos le responden que quieren conocer dónde vive, es decir, hacer una experiencia íntima y lúcida con Él y compartir su vida. Y claro, Jesús, el buscador de buscadores, les invita a esa experiencia de la que no se nos dice más que la hora del día en la que ocurrió, pero no en qué consistió. Por lo que el que quiera descubrir en qué consistió esa experiencia con Jesús, tendrá que tratar de realizarla por sí mismo o quedarse en la más burda ignorancia.
Ahora bien, sí que sabemos lo que hicieron al terminar ese trato con Jesús que no se nos cuenta. Fueron inmediatamente a anunciar lo que les llenaba, pues era una verdad tan grande y valiosa, que les transformó y empezaron por ello también a transformar a los que uno ama. Y llevan a Simón, el hermano de uno de esos jóvenes que recién habían estrenado su identidad de discípulo, ante Jesús, para que él mismo lo pueda comprobar por sí mismo. Jesús le escruta con la mirada y reconoce en él una enorme identidad desconocida hasta entonces por todos y a la que ya no renunciaría nunca. Jesús sabe ver en Simón tal capacidad de amor y de renuncia a sí mismo, que le concede un nombre nuevo y con él su insospechada identidad: Simón Pedro, pescador de hombres.
Hoy muchos se consideran, reconocen e identifican, como no creyentes, y como no ateos, y como no agnósticos; al parecer están por encima de la cuestión de Dios. Pero lo que no sabemos es si han tratado de hacer ese proceso esclarecedor de búsqueda e interpelación sobre la existencia e identidad de Dios.
Tal vez nos pueda pasar como a aquellos primeros discípulos que no empezaron a descubrir su verdad hasta que no se encontraron con Aquél que les proponía un modo de ser y comprender, y para saber quiénes somos en realidad, debamos primero escuchar su llamada y sus preguntas junto con las nuestras. Bien podría ocurrirnos como a ellos, que se consideraban a sí mismos meros pescadores, y sin embargo, desconocían que en realidad eran y debían ser apóstoles. Tal vez sea vano nuestro deseo de ser nosotros mismos si prescindimos de la molestia de ir a descubrir a Jesús, cuyo nacimiento hemos descubierto hace nada, allí donde mora, y experimentar a qué sabe la vida compartida con Él.
Seamos muy libres para construir nuestra propia identidad, pero si no estamos dispuestos a escuchar las voces más discretas y reveladoras, y quedarnos en el estruendo del mercado de mensajes estereotipados, tal vez no demos finalmente con el tesoro de saber ser tan solo nosotros mismos.
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