INAGOTABLE
Vivimos precipitadamente; vivimos bajo el agobio de lo inmediato y lo urgente; malvivimos inmersos en un ritmo trepidante de consumo precipitado. Se nos agota en una desproporcionada y frenética jornada, en la que no hemos podido llevar a cabo todo lo que hubiésemos debido. ¿A qué es debido? ¿Es que nunca es suficiente? ¿Adónde nos van a llevar tanta actividad y tanto agobio? Los adultos hace tiempo que hemos perecido en esta zozobra consumista de actividades que nos deja sin tiempo para nada verdaderamente relevante. Pero lo peor es que en esta insana vorágine ya estamos introduciéndoles a nuestros hijos: después del colegio, a inglés, luego a defensa personal, fútbol, ala delta y hasta macramé si se tercia, el caso es tenerles ocupados, poco importa en qué. La actividad por la actividad, del mismo modo que antaño se reivindicaba "el arte por el arte".
Así no podemos seguir. ¿Se podría parar en algún momento y recobra cierta cordura? Porque cuando llega el esperado fin de semana, volvemos a meternos es esa inercia desgastante de frenéticas actividades. Tal vez habría que plantearse empezar a vivir de otra manera, sin tanta necesidad autoimpuesta, con lo esencial. ¿Para qué tanto? Pues parece que hemos caído bajo el yugo de la cantidad, en perjuicio de la calidad. ¿Acaso nos merece la pena acabar exhaustos y seguir tirando como uno pueda?
Resulta inevitable no acabar afectado en mayor o menor grado, viviendo como vivimos en una sociedad radicalmente materialista y consumista. Así, a uno le da por tener mucha ropa, otros por acumular abalorios, el otro por amigotes y fiestuquis como si no hubiese mañana, otros por viajes y más viajes, o hay quién se dedica a obtener los trofeos de muchas relaciones pseudo afectivas de usar y tirar; el otro por incrementar los seguidores en las redes, o por tener saturados los dispositivos móviles de fotografías, etc. ¿Y tú? Efectivamente, puede ser también este consumo excesivo un recurso como otro cualquiera para tratar de huir de uno mismo, de su propio vacío interior, y hasta de la propia verdad de la que trata de escapar cómo sea.
Sin embargo, las lecturas de este domingo XXXII de tiempo ordinario (b) nos conciencian que lo que cuenta a ojos de Dios es lo poco, cuanto menos mejor, pues cuando algo es de menor valor, más valioso resulta a los ojos de Dios. ¿Podría resultarnos interesante y benéfico este modo de plantearnos la verdadera importancia de lo pequeño? Eso es para Dios, sí, ¿pero puede serlo también para nosotros, simples mortales? Sí, sin duda lo es, porque cuando se logra ver que si uno empieza a dar de lo que tiene y de lo que es, cuando uno se pone en la dinámica de ser para los demás, es decir, en la dinámica de la entrega sin reservas, descubre una fuente inagotable (sí, inagotable) dentro de sí.
De Dios también es propio eso de ser inagotable, por lo que, en nuestra pobre medida, cada uno de nosotros ha de poder llegar a asemejarse a Dios en esto de darse y darse con entusiasmo, ilusión, y completa gratuidad. Entonces irá ocurriendo ese pequeño milagro -y por tanto grande- que las fuerzas y los propios recursos, el amor, no se agotan, sino que se renuevan incesantemente, en contra del primer principio de la lógica económica.
Por ello, se hace necesario señalar el reconocimiento a todas aquellas personas que han salido de su comodidad y su pequeño mundo satisfecho, para volcarse en las labores de ayuda a los damnificados de la catástrofe humanitaria ocurrida en la zona de Valencia y aledaños. Mientras que los de siempre, más ocupados en la cuantificación voraz de lo suyo, y en el escurrir el bulto a toda prisa echándose la responsabilidad los unos a los otros, nos encontramos con múltiples hombres y mujeres de bien, anónimos, como la viuda de Sarepta que atendió al profeta Elías, con sus últimos recursos. o como la pobre viuda del evangelio que entregó lo poquito que le quedaba para seguir malviviendo. Lo pequeño es grande cuando lo ve Dios, pero también a nuestros propios ojos cuando los protagonistas son personas que les falta tiempo para tratar de remediar las carencias de los otros. Sí, en medio de escenas de auténtica destrucción, hemos contemplado la belleza de personas de buen corazón, dispuestas a remediar en la medida de sus posibilidades, el sufrimiento y la desesperación de sus semejantes.
Lo que vio Jesús y lo reconoció ante el altar de las ofrendas, según nos narra hoy el evangelio, también lo podemos ver nosotros. Mientras haya personas que se lo quitan a sí mismos y lo ponen a disposición del necesitado, habrá esperanza, no estará todo perdido, ni el mal tendrá la última y definitiva palabra. Frente a la tiranía de la cantidad, triunfará la ley de la calidad, la calidez y la caridad, que es admirable en los seres humanos cuando saben construir un mundo nuevo y humano, ese que nos exige el evangelio. ¡Qué grandeza la de todos estos voluntarios de tan buena voluntad!
También tú descubrirás en ti una fuente inagotable, la del amor generoso, cuando conectes con los otros y vivas para que ellos también ellos vivan, pasando del límite del egoísmo al compromiso por el bien común. Porque en definitiva, lo que de verdad importa no es acumular y acumular, sino compartir con los demás.
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