sábado, 8 de marzo de 2025

Arenas movedizas

 ARENAS MOVEDIZAS

Decir que vivimos en una sociedad anestesiada, es una obviedad, y por tanto aporta más bien poco y además a pocos; pero no está de más volver a recordarlo una vez más. La realidad no es tal como la entendemos, sino mucho más amplia y compleja, por lo que para no calentarnos mucho la cabeza, terminamos reduciendo el mundo entero a nuestro pequeño mundo. Así, al menos, es más comprensible y manejable y podemos movernos en esa realidad reducida con cierto dominio de la situación. Lo malo es que después, para salvaguardar nuestro perímetro de control, procedemos a levantar una pantalla o un férreo muro que impide que prácticamente nada ajeno entre en nuestro recinto de lo que consideramos admisible, y al mismo tiempo, que tampoco nuestras vidas se expandan y contribuyan al bien común del resto de los mortales. Nos privamos y les privamos de nuestra aportación personal, y con ello, poco a poco y sin darnos apenas cuenta, vamos a ir languideciendo porque, el aire no corre con la debida frescura, esa que nos obliga a transformarnos y estar a la altura del presente.

A pesar de este reduccionismo autoimpuesto, tantas veces aferrado a lo más superficial y anodino, necesitamos de los otros y del bullicio para poder evitar como sea esa soledad radical que nos constituye. Pavor nos da muchas veces quedarnos a solas con nosotros mismos, bucear en nuestra fundamental esencia, nuestra realidad radical, y por ello haremos lo que sea por distraernos, evadirnos y escamotearnos de plantearnos en serio nuestra propia identidad. Así que como podamos iremos tirando y eludiendo conocernos y aceptarnos. Lo fácil es estar entretenidos, desentenderse y mirar para otro lado.

¿Quién en su sano juicio va a salir del terreno seguro para ir adentrándose en tierras inhóspitas e inseguras? ¿Acaso somos nosotros como aquellos conquistadores que surcaron lo desconocido por amor a la aventura? Aquí, aunque reducido, pisamos suelo firme, pero ¿quién sabe si más adelante no haya arenas movedizas, esas que, como hemos visto en tantas películas, primero te vas hundiendo y luego, según te mueves intentando escapar, te hundes ya sin remedio, puesto que no hay dónde aferrarse, hasta que terminan por hacerte desaparecer del todo en ese descenso irrefrenable y desesperado a lo desconocido. Mucho mejor quietecitos en el sillón, rodeados de cuanto necesitemos y muy cómodamente instalados en nuestras arenas movedizas imperceptibles.

Pues bien, la Cuaresma va justo de todo lo contrario. Se trata de salir a la intemperie; quitarse de todo parapeto protector, atreverse a escapar de ese recinto enclaustrado al que hemos acabado por acostumbrarnos; exponernos. ¿Algún voluntario? ¿Algún buscador? ¿Es que no quedan valientes decididos que amen la aventura y el riesgo de vérselas a solas consigo? Es mejor seguir amodorrados, aquí cómodamente instalados al menos hasta que llegue lo inevitable, y ya veremos entonces por dónde lo sorteamos.

Para empezar a horadar en esa muralla pseudoprotectora cabría preguntarse: ¿Dónde pongo yo mis seguridades? Ahora tocaría tratar de responderse. ¿En los amigos? ¿En la familia? ¿En el trabajo? ¿En la diversión? ¿En las posesiones? ¿En los placeres materiales? ¿En el dinero? ¿En el poder? Jesús, tras su bautismo fue llevado por el Espíritu al desierto, a vérselas consigo, a desprenderse de toda comodidad y cobertura, a encontrase solo, débil y desprotegido, y allí, solo en lo profundo del desierto, es donde hace su aparición el temido tentador. ¿Nos dejamos llevar nosotros por ese Espíritu indómito?

Entonces, si nos adentramos en el desierto de lo desconocido, las supuestas arenas movedizas pudieran empezar a tragarnos y es en ese momento de prueba en el que puede aflorar la consistencia que nos salva de la zozobra existencial. Es ahí donde hemos de permanecer seguros en la palabra y el espíritu de Dios, Él es nuestra roca firme. Nada hemos de temer, Él nos protege y acompaña. Segura es la victoria ante cualquier acechanza del enemigo. Cristo pasa las pruebas consecutivas, a pesar de que el demonio trata de atacar por los lugares más expuestos: la propia identidad de Jesús, la fácil idolatría o la confianza firme en la voluntad del Padre. Nada puede con sus artimañas y ha de retirarse hasta otra ocasión en la que de nuevo será vencido. Y es que Con Dios, y Jesucristo, que es el que es, nunca puede vencer. En Él radica también nuestra victoria.

Si salimos de la tentadora muralla en la que solemos refugiarnos de lo real, tan temido, y atravesamos las arenas movedizas necesarias para encontrarnos de lleno con nosotros y con el Dios que vive y mora en el interior de cada ser, habrá sin duda alguna ocasión de ser tentados. Estemos seguros en el evangelio, atentos, confiados en la ayuda de Dios y de la Virgen María de la Providencia: nada hemos de temer entonces. La lucha está asegurada si te internas en el desierto cuaresmal, pero también la victoria. Uno no vuelve del desierto igual que entró en él, ahora es más auténtico, más sí mismo y más iluminado. Su mirada, su corazón y sus palabras lo delatan, pues ya conoce en mayor grado la verdad que Dios le ha revelado allí, en lo profundo de su soledad sonora.

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