sábado, 4 de febrero de 2023

Así sea

 ASÍ SEA


Vivimos inmersos en el mundo digital, en un mundo virtual de pequeñas pantallas táctiles. Hemos avanzado y evolucionado tantísimo que cada vez nuestro mundo se ha ido reduciendo a las pulgadas y píxeles de nuestros dispositivos. Ya no somos, o no sabemos ser, sin nuestro móvil, y el que más o el que menos, todos tenemos cierta dependencia de él. ¿Dónde quedó el sano aburrimiento creativo? ¿Dónde la libertad ociosa de estar desconectado? ¿Dónde la intimidad de estar al margen de las operadoras de telefonía? ¿Acaso no nos estamos convirtiendo en aceptadores incondicionales de cookies pero no tanto de nuestra realidad palpable?

Pues estos nuevos hábitos adquiridos sumisamente terminan incidiendo también en nuestras actitudes. Y si de la adicción a las nuevas tecnologías no se está hablando lo suficiente. de sus consecuencias aún menos. Solo vamos a considerar una de ellas: la extrema superficialidad a la que nos vamos reduciendo. Lo que prevalece es la mera apariencia, la pose que busca reconocimiento en forma de "likes", el fingimiento, la pantomima superflua en lugar de la realidad, pues esta muchas veces tiene sombras que preferimos no ver ni que vean. Siempre será más duro aceptar lo real que la adulterada virtualidad. Que ya hasta hemos perdido hasta el valor de la belleza no retocada. Qué bueno sería menos apariencia autocomplaciente y más gusto por la verdad, a secas sin florituras.

Pues, una vez más, el evangelio de este domingo V de tiempo ordinario (ciclo A) es una invitación a la conversión, a tomar conciencia y poder  reconducir y enmendar nuestros errores; es decir, a mejorar nuestra forma de vida, para que sea más acorde con la voluntad del que nos ama incondicionalmente. Y es que nos insiste en ser luz, pero ser luz que ilumina, que da visibilidad a otros en lugar de lucirse uno mismo. No se trata tanto de lucirse, sino de relucir, de generar espacios iluminados por las buenas acciones, por el encuentro amoroso con todos. Llevar luz, la luz de Cristo a todas aquellas realidades humanas que la precisan: el dolor, la soledad, la ternura, la amistad, el amor, el encuentro, la alegría, la sinceridad, el misterio... 

Qué luminosidad diáfana la de aquellas personas modestas que aportan lo que son, lo que llevan, lo que pueden, pero no piden ni reconocimiento ni recompensa. Qué impagable su testimonio. Pues tal vez la santidad sea la manera más excelsa de iluminar desde la humildad y la mansedumbre. Y para adentrarse y progresar en ella, habrá que ir diciendo una y otra vez: así sea, Señor, lo que tú quieras.

Y es que no solo nosotros y nuestro pequeño mundo, sino también la humanidad entera de este siglo XXI, cegado por las luces de la apariencia, necesitamos de esa luz que es Cristo, esa luz y esa sal que nos da la buena nueva. Por ello hacemos tanta falta en esta sociedad dividida y deshumanizada. Frente a las "fakes" interesadas de los sembradores de engaño, frente al individualismo feroz que nos atenaza, se hace necesario que volvamos a aportar la débil luz que llevamos en frágiles lámparas de barro. Llevemos esa luz de la fe, la esperanza y la caridad, porque es un tesoro que no podemos ni debemos guardarnos. Nos va mucho en ello. Este mundo precisa de esa luz para vislumbrar el aquí y el ahora en el que nos encontramos y poder avanzar así hacia una sociedad más humana, menos cruel, más justa, más acogedora y más fraterna.

Que así sean nuestras vidas y nuestras obras: luz cálida que acompaña y disipa toda tiniebla. Luz que no se impone, sino que se invita a descubrir como ayuda indispensable para conducirnos por el camino óptimo. Seamos más luz, más educación y evangelio, más lumbre, más encuentro, más verdad y más aliento. Que así sea.

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