CON TIENTO
En español tenemos gran cantidad de palabras y expresiones que derivan del término latino tentatio. Se dice que alguien ha de tener mucho tiento, para indicar que debe tener cuidado, prudencia, agudeza para no errar, y destreza y precaución para acertar en aquello que pretenda llevar a cabo. Y tal vez esto de tener tiento sea una de las artes más difíciles y necesarias para ejercer el oficio de vivir. Deberían, por tanto, enseñarlo en los colegios.
También tenemos la expresión de ir a tientas, es decir, que uno ha de extender las manos y recurrir al sentido del tacto para percibir así lo que no llega por el sentido de la vista. Y es que, a veces, no tenemos las cosas demasiado claras y hemos de recurrir a un sexto sentido para tener mucho tiento y salir airoso de esa situación en la que andamos a tientas.
De la misma etimología es la palabra tentación, que aunque hoy lo tentador está muy aprovechado por la publicidad para indicarnos que ese producto es casi irresistible, y por tanto casi no se puede uno aguantar sin comprar y consumirlo, siempre ha estado relacionado justamente con lo contrario: lo tentador ha sido lo que se debía evitar, porque conllevaría consecuencias nada aconsejables.
Así en las lecturas con las que comenzamos el itinerario cuaresmal aparece ya la primera tentación fundacional, en la que, influenciados por la torticera invitación del reptil a nuestros antecesores, constatamos lo sencillo que resulta ser engañados. Tal vez los actuales hacedores profesionales de manipulaciones, patrañas, artífices consumados del embauco y del timo, también compartan con la serpiente esa condición de arrastrarse por el lodo de la inmundicia, mientras el resto de los mortales seguimos cayendo una y otra vez, como moscas o tontos recurrentes, en el mismo ardid: el engaño y la mentira tentadora. Pudiera parecer que no aprendemos demasiado de los errores, ni propios ni ajenos.
Pero no acaba ahí el asunto, ya que el mismo ser, astuto, vil y embustero, se atreve a tentar al mismo Hijo de Dios que se expone a ello en su recorrido por el desierto. Primero recurre a la necesidad material para hacerle caer, y ya que está ayunando, aprovecha para incitarle a convertir en panes las piedras y saciar así el hambre. Después, tras su primer fiasco, trata de tentarle con el poder y el reconocimiento, pero de nuevo pincha en hueso. Y finalmente, le tienta con la riqueza si comete idolatría, pero vuelve a constatar su rotundo fracaso, y se ha de marchar escamado el tentador (con el rabo entre las piernas) hasta volver a encontrar a Jesucristo en otro momento de suma debilidad.
Y cabe preguntarse: ¿cuáles pueden ser mis tentaciones? ¿Cuáles tus debilidades? ¿Son tan elementales como caer en algo que resulta atrayente a los sentidos? ¿Son de no fiarme en lo que Dios Padre me ha dejado indicado, y quiero ser yo mi único señor y por eso termino probando el fruto prohibido? ¿O son más bien tentaciones de calado parecido a las que es sometido Jesús: necesidades, identidad, poder, reconocimiento, riquezas, idolatrías...? Lo que es seguro es que tentaciones tengo, o bien de las inmediatas, o de aquellas en las que uno va cayendo poco a poco y sin notarlo. Tal vez estas últimas sean las que más peligro tengan, porque uno acaba siendo quien no es o quien nunca debería haber sido sin percatarse.
Estamos en Cuaresma, por lo que habrá que avivar el corazón, el alma y el seso y estar espabilados, pues de seguro que anda rondando sin parar ese especialista en fraudes. Si uno quiere, mediante un severo combate interior, también podemos salir airosos de nuestro encuentro con las sucesivas tentaciones. ¿Difícil? Mucho. ¿Posible? También. Tal vez haya que desenmascarar las innumerables tentaciones y celadas en las que si vas a tientas, terminarás cayendo; pero asimismo también habrá que ir descubriendo los recursos disponibles para superar toda acechanza. Anda, tómate tu tiempo y entra en el desierto que va a permitirte encontrarte contigo cuando encuentres a Dios.
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