MÁS VIDA
La aceptación es siempre la primera forma en que uno va asumiendo lo que es y lo que se vive. Pero cuánto nos cuesta aceptar la vida tal y como es, aceptar a los demás tal y como son, aceptarnos a nosotros mismos tal y como somos, y hasta aceptar que sea Dios el que ocupe el lugar de Dios en nuestras vidas, y no nosotros, ni cualquiera de los múltiples ídolos que se nos antoje en cada momento. Por tanto, bendita aceptación que nos impide seguir renegando de todo y todos, para empezar a valorar y agradecer tanto de tantos.
Ponerse en verdad ante uno y ante Dios, que como decía la Santa, es justamente en lo que consiste la gran virtud de la humildad, solo va a ser posible si pasamos por el saludable umbral de la aceptación. Porque solo en la humilde aceptación es posible comenzar a despojarse de lo accesorio, de todo aquello que nos impide ser y avanzar hacia lo que realmente somos: buscadores de esa agua viva recibida que sacia y hace brotar torrentes impensables en el interior.
Precisamos desinstalarnos de tanta superficialidad que, en lugar de facilitar que nos aceptemos y nos asumamos, promueve que tendamos a juzgar y condenar lo que no encaja con nuestro modo de concebir, lo que no concuerda con nuestros propios prejuicios. No, no nos quedemos, por tanto, en una simpleza reductora que no admite que la vida y que la realidad son múltiples, diversas y plurales. Solo así podremos favorecer de manera efectiva la acción del Espíritu en nosotros, que, de modo único y profundo, nos capacita para una libertad sin engaño.
Así, si aspiramos a más vida, a más plenitud, a más libertad y a más felicidad, lo primero que habremos de hacer es aceptar sin más lo que hay, llegando incluso a maravillarse de ello, porque es en sí bueno, hermoso y amado tal cual es. Después, a ser posible, habremos de favorecer el vaciamiento de todo aquello que nos va impidiendo ser, y solo ser, esencial y radicalmente. Tampoco esto es fácil, porque para construir nuestra identidad a menudo procedemos a levantar una torre con todo aquello que percibimos como necesario, y al final, esa torre tan segura se termina convirtiendo en una muralla en la que poco a poco nos hemos encerrado sin pretenderlo, no permitiendo ni la entrada de nada ni nadie, pero tampoco la salida. Abramos las compuertas al Espíritu transformador.
Y finalmente, tras la aceptación y la apertura, ya solo nos resta dejarnos soplar por ese aliento divino que enciende el fuego que no quema, pero alienta; dejarnos hacer por la acción de Dios mediante el Espíritu que Jesucristo nos dona. Ese Espíritu suelta, libera y diversifica, a la vez que consolida la unidad fundamental entre los creyentes.
No seamos como el mundo trata de imponernos, haciendo imposible el entendimiento entre los hombres, mediante el enfrentamiento y la confrontación constantes. Entre los que se polarizan, dividen y enfrentan no mora el Espíritu. Entre los que promueven la concordia y el encuentro en la caridad, sí mora el Espíritu apacible. Para pertenecer al cuerpo místico de Cristo resucitado, y donador del Espíritu, que es la Iglesia, hay que dejarse hacer y ser guiados, soltar amarrar, dejarse conducir por Aquel que maneja con extrema pericia esta paradójica arca eclesial.
Vemos en la foto una imagen del bosque frondoso en el que nace una senda. En el bosque hay más que madera, hay más que árboles individuales juntos en un mismo lugar; en el bosque hay mucha vida, hay un ambiente común, hay una armonía bien perceptible, hay un silencio habitado, un rumor, insectos, flores, arbustos, fuentes, piedras, aves con sus variados cantos, y otros diversos habitantes. En el bosque siempre surgen nuevos caminos. Solo hay que descubrirlos y adentrarse. Tal vez la Iglesia que promueve el Espíritu deba ser como un bosque, donde todos aportamos vida y todos tenemos nuestra misión y nuestro sitio. En el bosque reinan la calma, la inmensidad, la belleza; que sea así en la comunidad donde está Su Espíritu, que también se noten esa armonía de la vida plural, esa paz y esa belleza admirable.
Recibamos hoy alegres el Espíritu prometido. Estamos muy necesitados de Él para afrontar los retos que el presente nos está proponiendo. Tan solo siendo fieles al Espíritu recibido podremos ser verdaderas piedras vivas, o árboles frondosos, de la nueva humanidad que estamos llamados a construir. Hemos de creer y crear desde los dones recibidos, para poder llevar a cabo la nueva evangelización que el mundo de hoy precisa. Ante el riesgo de la sociedad despersonalizada y desvinculada, el humanismo cristiano, plural y diverso, puede lograr que de nuevo todo florezca por el mismo Espíritu dador de vida.
¡MUY PROVECHOSO PENTECOSTÉS!