RIZAR EL RIZO
ESCUCHAR la palabra de Dios, a diario, o al menos domingo a domingo, puede ser verdaderamente beneficioso para todos nosotros. En primer lugar, el beneficiario directo de la escucha es el que presta atención a esa palabra, se siente receptor interesado y se deja sondear por la palabra de Dios, palabra que es enteramente humana y a la vez revelada, es decir, iniciada e inspirada por la divinidad para iluminar nuestras existencias. El comienzo de toda vida espiritual en el hombre viene dado por esa disposición receptiva a la propuesta de Dios que nos sitúa, nada más y nada menos, como interlocutores suyos.
Que el ser humano llegue a rechazar esa oferta extraordinaria -aunque comprensible y respetable- sería una gran imprudencia, porque con ese rechazo se impide que el mismo Dios Padre, impulse nuestra más profunda libertad, para quedarnos tan solo con un sucedáneo de libertad, que solo trata de acomodarse a la realidad e ir tirando de la manera que se pueda. Es verdad que ese rechazo resulta muy cómodo y te evita toda búsqueda radical, porque la persona se autolimita a escuchar lo que dice el mundo o la sociedad, pero que no lanza a llegar a escuchar más allá de la mera evidencia.
Pero si aceptamos esa escucha asidua de la palabra de Dios, si como deja traslucir la etimología de la palabra escuchar "inclinamos la oreja", se iniciará un proceso de crecimiento integral, donde el creyente va aceptando dentro de sí la levadura de la vida divina. ¡Oh, ser vasijas de barro, pero barro moldeado por el divino alfarero! Escuchemos su Palabra y dejémonos escuchar por ella.
En este vigésimo tercer domingo de tiempo ordinario, la propuesta que nos trae la escucha de la palabra nos viene a decir que no basta con ser responsables de lo que hacemos o dejamos de hacer cada uno de nosotros, sino que además, tenemos que asumir también cierta responsabilidad sobre las acciones y comportamientos de los demás. Sí, por eso hablamos de rizar el rizo, porque si ya nos cuesta asumir responsablemente las consecuencias de nuestros propios actos, además, si nuestros semejantes obran el mal, hemos también de hacérselo saber, para que sean conscientes de ello y puedan reconducir su actitud si así lo determinan.
Para nada entonces la indiferencia y el pasotismo. Primero saber escuchar para tratar de aclararse, tratar de discernir lo bueno, lo correcto y lo mejor para todos; y después, tratar de realizarlo consecuentemente. Pero si no tuviésemos ya bastante con ese imperativo moral personal e intransferible, además nos deberíamos comprometer con advertir a nuestros hermanos de sus fallos, no quedarnos callados; pero tampoco se trata de hacer sangre de los errores de los demás, sino hablar con ellos, intentando de hacerles ver que hay otras maneras más justas de proceder. Y esto, seguro, seguro, que nos causa más problemas, pero no podemos mirar para otro lado, haciendo dejación de los fallos de otros, porque somos también coresponsables los unos de los otros.
Ahora bien, de ahí a monitorizar continuamente a los demás y hasta tiranizar su comportamiento con nuestro parecer, convirtiéndonos en sus jueces, hay un salto demasiado grande. Hazle caer en la cuenta, sí, pero con corrección fraterna y nunca anulando su voluntad ni su libertad. Ni tampoco cumpliendo ese refrán que dice "consejos vendo, pero para mí no tengo", porque el primero que ha de tratar de obrar bien es uno mismo, y luego, si puedes y estás capacitado, ayudar al resto.
El apóstol San Pablo en la Carta a los Romanos nos lo dice hoy de una manera sencilla, clara y sumamente acertada: "Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera". ¿Le vamos a escuchar? ¿Lo vamos a llevar a nuestra vida y a nuestras relaciones?
¡Ánimo, es posible ir mejorándonos!
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