AFINA EL OÍDO
No todo el mundo puede presumir de tener un oído finísimo para llegar a percibir aquellos sonidos tan tenues que al resto de los mortales se nos pasan por alto como si no existiesen realmente. Ahí están aquellos tonos prístinos, pero solo algunos privilegiados llegan a distinguirlos. Hay algunos otros que no escuchan por encima de la media, sino que poseen un oído musical excepcional, y por ello desarrollan una capacidad para el lenguaje musical fuera de lo común. Y luego estamos el resto, los que escuchamos solo parcialmente alguna frecuencias y tampoco nos caracterizamos demasiado para algo más que disfrutar de la buena música, y acabe usted de contar.
Llama poderosamente la atención el nivel de percepción de ciertos animales que advierten a través de sus sentidos aspectos de la realidad que para los humanos nos están vedados. Piensen en el gato que parece adormecido, y que de forma súbita e inesperada, gira las orejas y levanta la cabeza porque ha notado algo extraño y que, aunque estaba totalmente tranquilo, también permanecía alerta. Piensen, de igual modo, en el perro que ladra alterado y persistente, porque está escuchando determinados sonidos en unas frecuencias que para nosotros pasan inadvertidas. Tal vez a muchos de nosotros nos pase que hemos perdido capacidad de audición para lo fundamental.
No quisiera entrar en la conocida disyuntiva de si el músico nace o se hace; o también el pintor, el poeta, el arquitecto, el policía, el médico, el panadero, la madre, el espeleólogo, el atleta o el astronauta. Sin ánimo de dilucidar tan controvertida cuestión, sí que habría que atreverse a apuntar que, en gran medida sería la coincidencia de ambos factores: cierta disposición por nacimiento, pero también mucha perseverancia en la adquisición del arte o profesión que se desee dominar. Y ya a riesgo de equivocarme, parece que lo más decisivo sería lo segundo, las ganas que ponemos en llegar a dominar lo que os apasiona.
Por poner un ejemplo, nadie nace con la capacidad de saber de vinos, es decir, que el enólogo se debe hacer, estudiando y practicando los sabores, colores, olores y demás aspectos sutilísimos que a los inexpertos nos vienen grandes; aunque alguno haya que aparente saber cuando va a la tienda y quiere dárselas de que a él no le dan gato por liebre en cuestión de añadas. Seguramente en esto, como en otros tantos aspectos de nuestra vida, no valga solo con el acostumbrado "me gusta" o "no me gusta", porque si no sabemos distinguir, nos estaríamos quedando fuera del verdadero disfrute, y éste con conocimiento de causa.
Es casi seguro que con el oído también haya que llevar un proceso educativo. Y para ello lo mejor sea pasar por una buena cura de silencio, es decir, dejar descansar al tímpano un tiempo prudencial, para quitar distorsiones, confusiones y ruidos. Tras ese tiempo de barbecho, el oído sereno ya empezará a apreciar otros matices que antes ni distinguía. Una vez alcanzado este deseable estado de higiene auditiva, y ya más cualificado para reconocer toda la riquísima gama de sonidos, podrá adentrarse en ese fascinante mundo de las melodías: instrumentos, lluvia, viento, pisadas, susurros, lenguajes...
Pues en esto de la ESCUCHA, el que más o el que menos, tenemos mucho todavía por aprender. Efectivamente, andamos sumidos en un enorme ruido interno y externo, que nos tiene atrofiado el oído. Pero no solo el sentido del oído, sino la capacidad de escucha atenta y profunda de nosotros mismos, de los otros e incluso de Dios, aquel que habla cuando quiere y como quiere, desde la más suave intimidad a la que ni solemos llegar, ni sabemos llegar. Ojalá fuésemos como el gato anterior, capaces de no perder ni siquiera el movimiento leve de una pequeña brizna que apenas suena, pero en la que tal vez nos esté hablando Dios.
A lo mejor no oímos porque no estamos acostumbrados, pero sobre todo porque no tenemos ninguna disposición para ello. A la mayoría de nosotros, escuchar, lo que se dice, escuchar, no escuchamos. Y así seguimos, y así nos va, de mal en peor, porque andamos bastante perdidos, desorientados y confusos por una vida poco relevante y menos significativa. Se puede decir que tan solo sobrevivimos, tratando torpemente a ser solo un poco felices, mas bien poco reales.
En las lecturas de hoy queda bien patente la diferencia entre inclinar el oído o no inclinarlo a Dios cuando habla, esto es, obedecerle. Los que de verdad le escuchan quedan admirados, porque Jesús habla con una autoridad personal nunca hasta ahora conocida, no de sabidas, sino con autenticidad desde lo más profundo de su identidad. Dice palabras humanas, entendibles por todos, pero a la vez palabras completamente divinas, que se han de escuchar desde lo más profundo de la persona. "Qué es esto?" se preguntan los que escuchaban a Jesús, "Una enseñanza nueva expuesta con autoridad". Y también aparece reflejado en este pasaje evangélico el efecto sanador y salvador que produce su palabra en las vidas de aquellos que están dispuestos a descubrir la verdad de lo escuchan y a hacerla vida. ¡Qué poder liberador poseen las palabras y acciones de Jesús! Nada puede el mal ante la intervención enérgica del que nos trae sumo el bien.
Se dice eso de vivir para ver, pero igualmente podríamos proponer que también habría que intentar vivir para oír, para no perderse nada de la magna belleza podemos captar si nos destaponáramos decididamente los oídos y empezáramos a escuchar el sonido original de cuanto es, está, surge y vive. Dejar lo consabido y autolimitado para adentrarnos en la verdad profunda de aquella Palabra que nos despabila y nos incita a ser nosotros en libertad. ¡Ay, si afináramos el oído para descubrir cómo suena lo inefable y qué es lo que nos propone! Pero tal vez eso sea exponerse demasiado, porque solo el que escucha es capaz de entender y sentir la verdad de su ser resonando de manera nítida dentro de sí, y a esto no está dispuesto cualquiera.