Blog de la Pastoral del Colegio Santa Mª de la Providencia
sábado, 7 de junio de 2025
Es el momento
sábado, 31 de mayo de 2025
¡Participa!
¡PARTICIPA!
Cuando uno solo se ha de organizar a sí mismo, lo que se consiga o no dependerá tan solo del empeño puesto y el desempeño de que sea capaz. Afortunadamente, somos seres sociales que hemos de interactuar y cooperar los unos con los otros. Lo fácil es recurrir al consabido "yo me lo guiso, yo me lo como", pero es una fórmula excesivamente individualista, limitada y limitante, que quizás debido a algún aprendizaje defectuoso, no ha sabido desplegar el ser para los demás y con los demás que resulta imprescindible para ser verdaderamente persona e integrase de la manera más adecuada posible en la comunidad a la que pertenece.
El ser humano desde su nacimiento aprende a insertarse positivamente con las personas que le es dado relacionarse. Se descubre a sí mismo estableciendo esas relaciones con los otros. Nos necesitamos, pero a medida que crecemos, vamos creyendo que podemos llegar a considerarnos totalmente autónomos, sin necesitar nada de los demás. Craso error, pues bien sea para echar una mano a otros más necesitados, o si toca, ser el ayudado, de poco le vane a uno lamerse las propias heridas. Aunque esté muy extendido, eso de ir por la vida como lobo solitario es un auténtico desatino, del que tarde o temprano habrá que ir escapando. Hemos de compartir penas y alegrías, porque con los otros somos lo que vamos siendo.
Por eso, es necesario concienciarse de que todos hemos de sentirnos responsables y asumir un papel activo en la mejora de las condiciones de todos. Las cosas no se hacen solas, requieren la participación y colaboración de todos y cada uno de nosotros. Hay que asumir con el debido entusiasmo aquellas tareas que sean menester para que el mundo funcione de la mejor manera, o al menos nuestro pequeño mundo, el que queda a nuestro alcance: nuestro hogar, nuestro vecindario, nuestro lugar de trabajo o nuestra comunidad de creyentes. Apoyémonos, trabajemos juntos, no solo porque los logros son mayores, sino porque además satisfacen mas cuando son compartidos.
Otro gallo cantaría si nos sintiéramos llamados a participar y aportar en el bien de todos, en lugar de mirar tan solo por el propio. Otro mundo es posible, y lo será si nos vamos comprometido en que lo sea. Nada de desentenderse, nada de escurrir el bulto como si no fuera conmigo. A todos nos incumbe, todos hemos de estar dispuestos a aportar nuestro granito de arena.
En la Iglesia, cuerpo de Cristo, todos los miembros pertenecemos a una comunidad, a una red tupida de comunidades. No somos los unos sin los otros, pues todos nos encontramos por el mismo bautismo insertos en este cuerpo encarnado y espiritual de Cristo. Él vive en nosotros y nosotros en Él. Somos de Cristo, el que da la vida por sus amigos. Participamos ya de su muerte y resurrección. No podemos desentendernos los unos de los otros, hermanos y asimismo hijos en el Hijo. ¿Se puede esperar mayor implicación que constituir este único cuerpo eclesial?
Celebramos este domingo la Asunción del Señor a los cielos, y podemos vivirlo desde fuera o conminados con Él a participar en esa ascensión. Todavía permanecemos en la tierra, asumimos la misión que nos encomienda, y a la vez Él, sentado ya a la derecha del Padre, sigue unido a nosotros. Es nuestra cabeza y nosotros sus miembros. La resurrección avanza, nos afecta aún más, ya que asciende y se va el Resucitado, pero para consumar definitivamente su donación. Vienen los tiempos del Espíritu, que nos capacitan para ser su Iglesia de manera pascual y nos lanza a dar testimonio de esa nueva vida de Jesucristo y nuestra. Participamos de su cuerpo y somos uno en su cuerpo. Es el Espíritu prometido que vendrá en nuestra ayuda a avivar su palabra, su ejemplo y su aliento en todos nosotros.
La Iglesia y la misión que el Amigo nos encomienda es tarea de todos, requiere la ilusión y el compromiso de todos. Participemos gustosos es la construcción de este nuevo mundo que por el Espíritu nos hace renacer al mutuo amor, la bondad, la justicia y el bien. No es cosa exclusivamente nuestra, no depende de lo que cada uno haga, sino de la aportación de todos y la ayuda de su gracia. El, que asciende a los cielos, se queda entre nosotros entrelazando nuestras libertades para ser ahora su cuerpo que ha de seguir sirviendo a los hombres e impulsando una nueva humanidad más conforme al Padre. No se trata de participar en un sorteo, no es un juego de azar más, sino de asumir nuestra participación en el proyecto fraterno de Dios. No es cuestión de suerte, es cuestión de identidad y de práctica de amor corresponsable. ¡Pongámonos en marcha, que soplan tiempos favorables!
sábado, 24 de mayo de 2025
Vencer a la tiniebla
VENCER A LA TINIEBLA
sábado, 17 de mayo de 2025
Con los pies en el cielo
CON LOS PIES EN EL CIELO
Posiblemente los antiguos, al carecer de otros entretenimientos al alcance, miraban y se recreaban mucho más que nosotros, los postmodernos cibernéticos, en la serena contemplación del cielo, pues nosotros a lo único que prestamos atención es ya a los dispositivos móviles, apéndice no fisiológico de nuestra persona. Algunos afirman, muy reflexivos, que tras el apagón ya hemos aprendido la lección de la hiperdependencia tecnológica, es decir, que hay vida más allá de la pantalla. Da la impresión que después, tampoco ha cambiado nada realmente, y que eso de tener la testuz inclinada, sometida y distraída, tiene mucho arraigo en estas generaciones, y tiene difícil remedio. ¡Qué lástima!
Y es que en esto de vérselas o no vérselas con el cielo nos jugamos mucho; tanto como lo que en realidad somos. Contemplar el cielo es para ociosos, seres liberados de los apegos inmediatos y terrenales, que se pueden permitir seguir el ritmo excelso al que van transcurriendo las nubes, las aves, los días y las noches con perfecta armonía. Sea de día o de noche, de mañana o de tarde, el cielo siempre es digno de que nos recreemos en él gozosamente.
Si es verdad aquello de que somos lo que comemos, tal vez podría ser cierto también que somos aquello que contemplamos. Es cuerpo se alimenta por la boca, pero no solo de pan vive el hombre. Escojamos, por tanto, lo mejor para no quedarnos espiritualmente escuchimizados. Alimentémonos de cielos prodigiosamente desplegados, de horizontes lejanos, y de perspectivas inmensas. Alternemos la vista de cerca con la vista al infinito. Seamos al mismo tiempo soñadores y prácticos; tengamos, por tanto, los pies en la tierra, pero sin que por ello dejemos de poner, asimismo, los pies y la vista en el cielo. Pisemos charcos, hollemos nubes. No renunciemos a la utopía, sino avancemos para que pueda ser. Juntos podemos ir realizando aquel sueño de Jesús al que no vamos a renunciar.
Es por eso que precisamos como agua de mayo recrearnos con el evangelio, que si nos cala, nos capacita, como a los apóstoles para ver más allá, ver lo que no se ve, pero así (y solo así) poder empezar a posibilitarlo. Ensanchemos nuestra visión para poder mermar aquello que se nos escapa.
Las lecturas de este V domingo de Pascua nos testimonian a una primera comunidad creyente dispuesta a anunciar por toda la vasta extensión de la tierra, que va tan pareja al cielo, que Cristo ha resucitado, que todo es posible, que Dios vive, resucita y transforma. Tanto es así, que unos pocos lograron cambiar las tornas de la historia, se salieron de los rígidos raíles de lo esperable y surcaron intrépidamente nuevos mares, porque iban llenos de cielo. ¿Qué nos ha ocurrido a nosotros para andar tan cegatos, tan reducidos de visión para las cosas grandes e intangibles? ¿No será que ya casi no miramos el cielo?
Mayúsculo error sería no ver más allá de lo que tenemos a un palmo de nuestras narices, no por falta de agudeza visual, sino más bien por cortedad de entendimiento, por desengaño o por indiferencia. No nos acostumbremos a los límites impuestos por una realidad excesivamente superficial. No pequemos de ser demasiado acomodaticios y conformistas. El corazón sabe bien que podemos amar más y con mayor alcance. No seamos meros zombis desesperanzados, marionetas a la deriva en una sociedad que vaga sin rumbo y seriamente deshumanizada. Alcémonos y plantemos cara al reduccionismo materialista. Hemos de ser leones, como nuestro nuevo papa, capaces de no asumir lo inasumible, porque un mundo mejor es posible y deseable.
Es el que bajó del cielo el que una y otra vez nos anima a alzar la mirada, a aspirar a una transformación fundamental del propio ser y nuestras relaciones: la tierra ha de ser semejante al cielo, si logramos dar pasos imparables para lograr el Reino de Dios aquí en la tierra. ¿Imposible? Para los que creen, para los que ven lo que todavía no es no hay nada imposible. Jesús nos dice la manera: "Si os amáis como yo os he amado". No hay otra manera de acercar el cielo a la tierra, que lleguen a tocarse, que haya una simbiosis esplendorosa. Creamos y creemos, con la ayuda del Espíritu, que hace nuevas todas las cosas esa nueva vida que Cristo resucitado nos propone.
Miremos, pues, la tierra con el mismo afán creador con el que deberíamos leer el cielo, y todo se ira convirtiendo en maravilloso. De los que son como niños, de los que miran así, maravillados, con ese candor y esa capacidad de confiar, es y será el reino de los cielos, esa tierra nueva y esos cielos nuevos de los que habla el Apocalipsis. Es el momento de enfrentarnos al mal con la confianza de que el amor lo transforma todo. Dios está empeñado en que así sea. Colaboremos animosos con Él. Esta es la misión de los que formamos la Iglesia.
sábado, 10 de mayo de 2025
Regalazo
REGALAZO
sábado, 3 de mayo de 2025
Lo propio
LO PROPIO
Las palabras dan bastante de sí, porque la misma palabra que sirve para denominar una idea suele tener otros significados subalternos nada desdeñables. Con una misma palabra se puede expresar gran cantidad de matices muy pertinentes de la realidad y del pensamiento. Tanto es así, que aquellos que reducen el mundo a su exclusiva concepción, los poco dados a admitir otras opiniones, se manejan en un lenguaje donde las palabras tan solo expresan lo que ellos piensan. Bien pudiera ser que la raíz de su cerrazón comience en un problema lingüístico y terminológico. Gracias a Dios, a la complejidad del mundo le corresponde la riqueza disponible del lenguaje. Aunque este blog trata más de compartir una reflexión a partir de la interpelación que nos hace el Evangelio dominical, que de conjeturas semánticas, en esta ocasión sí quisiéramos apuntar la rica significación del término testigo.
La palabra testigo designaría a aquel que presencia algún suceso. Es esta una primera y necesaria significación. Si dicho ser humano no ha presenciado un hecho, no va a saber dar cuenta de aquello que ni ha visto ni oído ni experimentado por sí mismo. Es cierto que puede haber y hay falsos testigos. Son aquellos que dicen haber estado delante sin haber estado, los que testifican lo que les conviene a sus intereses, faltando por completo a la verdad con total desfachatez. El buen juez, con experiencia y criterio, sabe detectar a los segundos y fiarse solo de los primeros. En la medida que a nosotros nos concierne, que no hemos de ejercer tan compleja tarea legal, también deberíamos discriminar a los que solo sale de su boca lo que es cierto, de aquellos otros que pretenden dar testimonio, pero no son m´s que embaucadores y manipuladores. ¿Tan difícil resulta? ¿Por qué solemos caer en la trampa de los cínicos como cándidos o incautos?
Cuando vamos al evangelio y nos exponemos a su lectura, lo hacemos ante el testimonio de aquellos que nos cuentan lo que ellos por sí mismos presenciaron y experimentaron. Los evangelios están escritos por testigos preferentes del Hijo de Dios encarnado. A su vez, Jesucristo, el protagonista de toda la Escritura, especialmente del Nuevo Testamento, también refiere que Él cuenta lo que ha visto y oído en el seno de la Trinidad, y por tanto, también es testigo del Padre. Y los que a su vez nos reconocemos creyentes, somos testigos de los testigos que nos hemos ido pasando de unos a otros el testigo, es decir, el objeto de traspaso que confiere continuidad en el mismo testimonio.
Por tanto, si nos hemos sabido explicarnos hasta aquí, en primer lugar habría una presencia ante un acontecimiento por el que uno es testigo presencial; esto es lo que le convierte en testigo autorizado y veraz de aquello que presenció o experimentó, y ese testimonio, aunque no sea el objeto que se pasan los corredores en las carreras por equipos cuando se pasan el turno, es el testigo que los cristianos seguimos pasándonos en una sucesión progresiva que podríamos denominar transmisión y misión evangelizadora.
En estos días de Pascua, los apóstoles y discípulos, empezando por las mujeres, los amigos de Jesús, son testigos de su resurrección. Por más que les acarrean represalias taxativas, no cejan en su empeño entusiasta de proclamar que Jesucristo vive. Son testigos de primera mano que testifican ante el mundo que se ha iniciado un tiempo nuevo y salvífico para la humanidad. Este proceso que irrumpe tras la muerte y resurrección del Señor es imparable: es el tiempo del Espíritu y su acción en la Iglesia y en la historia. Aunque se opongan el Imperio Romano con sus legiones, y el Sanedrín en pleno con sus reparos y confabulaciones, el testimonio que con su vida deben dar los cristianos manifiesta que el amor de Dios es la buena noticia que se expande y arraiga. Todos somos ahora testigos del Jesús que está en la orilla esperando que volvamos de nuestras faenas con el fuego encendido, el pescado asado y todo dispuesto para el banquete.
Cuando regresemos adonde Él está no nos preguntará si le hemos amado, sino si le amamos, en un presente eterno y absoluto, que integra pasado y futuro. Ahí ya se han encontrado plenamente el Papa Francisco y Jesús, su amado Jesús. Allí posiblemente le habrá preguntado tan solo eso mismo que le preguntó de manera reiterativa a Pedro aquella mañana: Francisco, ¿me amas?
Francisco ha sido un testigo valiente. Ha amado a Cristo y a su Iglesia, y por ello, no se ha amilanado ante las dificultades, sino que con audacia nos ha propuesto a las claras el amor que resucita, ese que sale del costado de Cristo, ese que no defrauda y que es para todos, todos, todos; especialmente los que la sociedad tiene a gala excluir inmisericordemente. Francisco ha puesto a la Iglesia a caminar en sinodalidad; y resulta que, con estos pequeños retoques y su puesta a punto, la maquinaria de la locomotora de la Iglesia funciona perfectamente, a pesar de los años, pues bastaba con engrasarla (y de eso ya se ocupa el Espíritu) y de aligerar algo la carga acumulada.
Lo propio es que el nuevo y futuro Papa que salga del cónclave, seguirá trabajando como testigo de testigos, y la Iglesia tendrá cabida para todos y se ensanchará hasta donde haga falta. Hoy por hoy esta Iglesia que anuncia y vive con radicalidad el mensaje esperanzador del Evangelio es el futuro y el remedio para una sociedad que se está deshumanizando y que no parece encontrar el rumbo. La defensa de la dignidad del hombre va pareja al mensaje de Cristo. Papa, te esperamos con ilusión, la misión nos reclama. Ni el mundo ni la Iglesia se pueden parar.
Y nosotros en esta labor ¿somos auténticos testigos? ¿Hemos sido previamente testigos del Resucitado para poder dar también testimonio? ¿Qué nos mueve a serlo? ¿Nos han pasado el testigo otros testigos como el Papa Francisco? ¿No es lo propio contar y vivir aquello que conocemos y somos porque lo hemos experimentado? ¿Cómo hemos de dar ese testimonio? Que el Espíritu sea el que promueva ese Reino de los Cielos aquí ya en la tierra.
sábado, 26 de abril de 2025
No en vano
NO EN VANO
Cuesta creer. Nadie dijo que fuese fácil. Creer, a la vez que crear, supone un salto importante en el vacío, en el que puede uno sostenerse en el aire o caer y darse de bruces contra una sórdida realidad. No es seguro, se requiere aceptar el riesgo de equivocarse, pero también el de acertar de pleno. Vivimos tiempos de asumir el mínimo riesgo, se prefiere ir sobre seguro. Tiempos confusos, donde lo tangible puede llegar a parecernos de mayor solidez que aquello que tan solo intuimos. Pero, sin embargo, si el ser humano no llega a ser capaz de apuestas audaces, dejando atrás el burdo materialismo y el hedonismo individualista y consumista, a bien poco va a llegar en su periplo vital. Sí, conviene no perder la sensatez, pero "el corazón tiene razones que la razón no entiende" (B. Pascal).
Tal vez, alguno de los mayores males de esta sociedad posmoderna mercantilista, es que hemos ido dejando de creer en ideales, en luchar por aquellos logros que merecían la pena y que conferían a las personas un rumbo y una vocación. No puede ser así. Hemos de apostar personalmente por aquello que amamos, pero con un corazón raquítico, sino con un corazón potente, capaz de aspirar a los mayores y mejores horizontes. Si esto no es así, si ya no somos capaces de apasionarnos por lo mejor, estaríamos viviendo en una sociedad del desencanto, y llevando existencias de mínimos, que no logran dar plenitud a la vida humana, pues se conforman con intereses exclusivamente particulares y poco explicitables. Pero, si hemos acertado con el síntoma que hoy nos aqueja, también podremos aproximarnos a dar con el remedio necesario para ahuyentar nuestros males.
No en vano estamos celebrando la octava de Pascua. Cristo ha resucitado de una vez para siempre, ya no deja de resucitarnos, de concedernos una nueva vida que nace del Espíritu y que deja a nuestra disposición. Solemos acudir a toda prisa adonde consideramos que hay algo urgente, necesario e importantísimo; sin embargo, a esa posibilidad de vida que mana del corazón de Cristo, no solemos acudir, nos resulta indiferente. Por contra, María Magdalena y los apóstoles sí corrieron y se enfrentaron a la frontera paralizante de la evidencia. ¿No habrá un más allá de la ausencia ante la evidencia del sepulcro vacío? ¿Cabe acaso esperar la razón de la sinrazón de la resurrección del Señor? ¿Queda aún algún resquicio en nuestro entendimiento para el misterio y para lo sagrado?
Santo Tomás lo tenía bien claro: "si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo". ¿Es que es hasta ahí solo hasta donde llega el ser humano o es capaz tal vez de fiarse, aunque no constate y verifique de manera palpable lo que puede llegar a descubrir desde el amor y el espíritu? Es cierto que con el método empírico hemos avanzado mucho técnicamente, pero tal vez no demasiado en otras dimensiones propias del ser humano. Aunque no en vano algunos sí se arriesgaron, y con todo en contra creyeron, vieron, tocaron, escucharon y reconocieron al Resucitado. Fueron capaces de ver más allá del muro de la evidencia de la muerte, porque sí se puede, y gracias a ello, lograron descubrir la evidencia de la resurrección: el Señor estaba en medio de ellos y les exhortaba a vivir en paz. Se llenaron de esa presencia viva de Cristo Resucitado y no podían ya dejar de contarlo.
No en vano ha sido tampoco la vida de entrega fiel del Papa Francisco, que en este tiempo pascual se nos ha ido al cielo. Pero nos queda su recuerdo, su testimonio, su legado y un montón de propuestas abiertas. No se explicaría nada de la vida de Francisco sin esa adhesión creativa a la fe en el Resucitado, que no nos permite seguir viviendo autorreferidos, sino que nos capacita para vivir en ese nuevo modo de ser y estar abiertos a Dios, al hermano y a la construcción de un mundo de amor, es decir, conforme a los ideales valiosos que, como se ha expuesto, son los que permiten llevar una vida mucho más plena y con sentido. Esto es, no una sociedad de la indiferencia, de la desvinculación y el descarte, y por tanto deshumanizada por completo, sino justo lo contrario: ser para los demás, ser personas, llamados a descubrir y construir la cultura del encuentro, tal y como quería el Papa Francisco.
Es hora de tomarnos muy en serio ese mensaje transformador del Papa Francisco. Él trató de encarnar el evangelio con sencillez y originalidad, y por ello, como pontífice, hacer una Iglesia más coherente con los orígenes que con la historia. Hemos de recuperar esa Iglesia sinodal, hospital de campaña para acompañar y consolar a todos los hombres que sufren. Es hora de seguir caminando con ilusión, como verdaderos peregrinos de esperanza. Es hora de dejarnos resucitar como personas y como Iglesia unida, ya que la frescura del evangelio, que tan magistralmente supo recordarnos el Papa Francisco, no debe perder novedad su propuesta.
Que el Espíritu, que todo lo hace nuevo siga y siga soplándonos para que se nos avive a todos la llama del amor y de la fe (tal vez no pueda haber uno sin el otro),y para que conduzca la nave de la Iglesia hacia su Pascua. Soltemos, pues amarras, convirtámonos profundamente, y confiados, dejémonos conducir por el Señor, remando juntos. El está y estará en medio de nosotros, hasta el final, acompañándonos, por mucho que arrecie la tormenta.