A FUEGO LENTO
De poco a nada bueno sirven las prisas, a pesar de que casi todo lo realicemos a toda prisa y a la remanguillé. Como si lo que importase es cumplir con el trámite y pasar a lo siguiente, y de esto a lo que vaya viniendo y así tratar de impedir que el exceso de tareas nos termine sobrepasando. El problema es que según nos vamos quitando de asuntos pendientes, entran otros tantos más, y continuamos con el agobio incesante e imparable. Y así vamos tirando, apagando uno tras otro los innumerables fuegos urgentes que surgen.
Pero los mayores y los sabios saben que el secreto de cualquier faena bien hecha consiste más bien dar en dar tiempo al tiempo, no precipitarse, no adelantar acciones precipitadamente, sino saber esperar con paciencia, es decir, sin prisa, pero sin pausa. Tal vez por ahí hemos de ir aprendiendo el secreto de la serenidad y la bendita parsimonia.
Y así, sin aceleramiento alguno, ya estamos en el segundo domingo de Cuaresma. Vamos a dar por supuesto que ya hemos empezado a tratar de vivir de manera acorde -es decir, según el corazón- con los tiempos en que estamos insertos, o al menos con los tiempos litúrgicos que la Iglesia nos va proponiendo para nuestro crecimiento en la fe y en la vida, y que, por tanto, a fuego muy lento se ha iniciado ya ese proceso cuaresmal en nosotros. Proceso de conciencia y conversión, proceso personal de mejora y evolución, proceso comunitario de vuelta a Dios. Por ello, si el domingo pasado se nos invitaba a salir de la comodidad y marchar al desierto, este domingo se nos pide seguir avanzando, eso sí, a fuego lento, pasito a pasito, sin prisa, pero sin pausa, para que no se detenga el proceso cuaresmal.
Adentrarse en el desierto, como ya quedó dijo, cuesta lo suyo, y es en verdad bien arriesgado; pero hoy toca, además, subir a la cima de la montaña. Está visto que a este Dios nuestro no le gusta que nos quedemos fuera de juego, a verlas venir, sino que la vida brote en nosotros sin cesar. Será porque es un Dios de vivos, y no de muertos vivientes, los que se han desvinculado ya de todo interés y motivación, los que solo saben lamerse las heridas y lamentarse, pero que no piensan cambiar nada de sí: los tibios, los indiferentes, los que no apuestan por el amor transformador. ¿Quieres ascender cuesta arriba hasta la cumbre de la montaña que se nos pone delante o mejor continuarás apoltronado sin siquiera divisar la cordillera que está ante tus ojos? Tú sabrás lo que quieres hacer con tu vida ¿Te animas a iniciar el ascenso o renuncias a la subida?
En el libro del Génesis se nos cuenta que Abrahán, aunque ocupado en numerosas tareas y responsabilidades, no dejó de hacer algo de desierto para seguir escuchando esa voz imperceptible de Dios que mana en lo profundo de nuestro espíritu, y allí descubrió que el amor es sobre todo renuncia, pero no renuncia a lo superfluo, sino renuncia a lo esencial, de lo contrario es sucedáneo de amor. Y es que solemos considerar que amar es poseer, tener y tener, satisfacer nuestros deseos y necesidades, pero apenas esa manera de amar es salir de uno mismo y de sus propias satisfacciones. Pero el amor, según saben los que de verdad han sabido lo que es el amor es salir de sí, renunciar y darse, es decir no poseer ciegamente, sino entregarse y sacrificarse por el bien de quien se ama, y además hacerlo en segundo plano, no buscando reconocimiento alguno. Posiblemente muchas madres tengan algo que opinar al respecto.
Pues ahí vemos a Abrahán, dispuesto a ascender la montaña tremenda de su propio sacrificio, pues incluso se siente impelido a renunciar a lo que más amaba, a lo que daba consistencia a todo para lo que había vivido: la vida de Isaac, su propio hijo. Sin embargo, Dios no le va a pedir que lo lleve a cabo, es Dios el que renuncia y se sacrifica a sí mismo en su propio Hijo, por un amor impensable a nosotros, sus hijos.
Esa es la montaña que hemos de subir para encontrarnos con el Dios vivo, el de la zarza ardiente, el que nos consume a fuego lento sin llegarnos a consumirnos; esa es la montaña transformadora que tenemos delante como reto y como oportunidad, la de la renuncia a todo lo que somos para que Él sea todo en nosotros; ese es el monte Tabor por el que toca ir ascendiendo esta Cuaresma (y seguramente toda nuestra vida) para ser enteramente de Dios, para que al igual que Jesucristo se transfigura delante de Pedro, Santiago y Juan, y de cada uno de nosotros, podamos empezar a transformarnos a fuego lento a su imagen y semejanza. Este es el proceso a hacer, el proceso en que Dios hace en nosotros y nosotros hemos dejarnos hacer y colaborar, tal y como hizo Abrahán. No dejemos, por tanto, de hacer caso a esa voz que surge de lo profundo de la nube: "Este es mi Hijo, el amado, escuchadlo", porque su palabra, escuchada y hecha carne y vida, arde y transforma.
Dios, sin duda, es un cocinero magistral, domina los tiempos de cocción, la medida de sazón, la combinación más adecuada de sabores, las proporciones, o los golpes de calor. Confiar en sus manos de experto es andar sobre seguro. Pero nosotros, para transformarnos, hemos de pasar por el desierto y los desapegos, y subir además la cuesta de la renuncia, y aprender a ello lleva su tiempo. No te detengas, hay mucho camino que recorrer, mucho que Dios, con el fuego de su amor, es capaz de transformar en ti, para luego, a la vista de su transfiguración y de su triunfo (del que cada uno de los bautizados ya participamos), podamos bajar del monte y meternos ya en harina en la construcción del Reino.
Exponte a ese Dios propicio y amigo. Exponte, esta Cuaresma, al fuego lento de su palabra, que prenda en ti y te lleve, mediante una oración viva, a esa relación íntima y transformadora. Exponte a la aventura del desierto y de la subida al Tabor. Exponte, confiado y sin reservas, a participar de esa experiencia sin igual de su transfiguración.